Entré en la casa abandonada.
Solo mis pasos se oían en el piso de madera.
Un candil ondulante iluminaba la mesa.
Sobre ella, el sombrero de bruja me esperaba.
Estaba cubierto de telarañas. No me atrevía a tocarlo.
Pero el sombrero había oído mis pasos. Ya no podía escapar.
Se alzó sobre la mesa y voló girando como un trompo. Hasta posarse en mi cabeza.
Sentí la fuerza oculta del sombrero que me recorría de la cabeza a los pies. Y unas sayas negras, de amplias mangas, pasaron por mi cabeza, enhebraron mis brazos y me vistieron.
El sombrero llamó al libro. El libro - aquel libro gordo, de cubiertas de piel rojo sangre y estrellas doradas - vino flotando desde la estantería y se abrió sobre mis manos.
El libro era pesado, pero en cuanto pensé en lo pesado que era, se volvió ligero como una pluma.
Mis dedos pasaron - ¿al azar? - unas páginas y se detuvieron en una hoja negra como la noche, escrita con letras de plata.
Leí el sortilegio en voz alta:
Salgan los muertos de sus tumbas
a visitar a los vivos esta noche.
No dormirán hoy
pues ya han dormido bastante
en la noche eterna que ellos bien conocen.
Vive con ellos la muerte
en la fiesta del ocaso
y que eso te traiga suerte
amor y nueva vida.
Salieron los muertos de sus tumbas en el cementerio cercano.
Los vi remover las lápidas, un ejército de huesos, carne agusanada y ojos vacíos.
Y yo volé sobre ellos, bailando en una escoba, toda la noche de Halloween.
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