Oímos un gran estruendo en la cocina. Platos que caían al suelo.
Acudimos corriendo. Las cabezas rodaban bajo la mesa, con sus ojos saltones y esos dientes de sierra que intentaban componer la última sonrisa; de los cuerpos no quedaban más que las espinas. El ladrón nos miró con sus ojos verdes, saltó desde la mesa hacia nosotros y escapó entre mis piernas.
¡Maldito gato! ¡Nos ha dejado sin sardinas!
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