El día en que convertí a mi padre
en cucaracha estábamos comiéndonos un helado con mi hermana en una popular
heladería del centro. La cucaracha correteaba alrededor de nuestros pies y nos
producía un asco horrible; mi hermana, sin poder soportarlo, se había subido a
la silla y el helado le chorreaba por la mano y el brazo, pues su atención se
enfocaba únicamente en el escarabajo. En realidad tuve un pronto, debería
haberlo pensado más detenidamente cuando lo transformé, porque la cucaracha nos
daba tanto asco que no éramos capaces de pisarla para acabar con ella. Me
acordaba de mi tía cuando decía que sólo de pensar en el crujido de una
cucaracha bajo su zapato, se le encogían
los dedos de los pies y se le ponían todos los pelos de punta. Mejor habría
sido convertirlo en gusano, pisarlo y espachurrarlo resultaba más natural.
Claro que un gusano de esos que se desplazan acercando su parte posterior a la
cabeza dibujando un lazo y que luego estiran todo su cuerpo para avanzar, resultaba
tan gracioso que tampoco me habría gustado aplastarlo. Todo eso pensaba
mientras mi padre correteaba con sus nerviosas patitas en círculos erráticos bajo
nuestros pies y la gente gritaba, gritaba por un simple bicho negro de tres
centímetros… Sin embargo nadie había gritado cuando él estaba sentado ahí en la
silla, lamiendo la cuchara de su tarrina de helado, recriminándonos una vez más
que seguíamos siendo, a nuestra edad, unas infantilonas porque nos gustaba
comernos el helado en cucurucho…
Entonces llegó el heladero, con
su delantal blanco y su fli-fli anti-cucarachas, roció al bicho que empezó a
girar como un poseso, se dio la vuelta, volvió a saltar boca abajo (como buen
escarabajo) y luego panza arriba de nuevo; estiró una pata, estiró la otra,
dejó de mover las seis…
Y una gran calma se hizo en
nosotras, a pesar de la gente que salía espantada, de la bulla que nos rodeaba,
a pesar de que era el fin de todo, a pesar de esa lágrima que pugnaba por salir
de mis ojos desde la garganta muda. Mi hermana me dio la mano, la ayudé a bajar
de la silla, nos miramos a los ojos y nos abrazamos con los ojos llorosos.
Los clientes se marchaban
diciendo: yo no me como ahí un helado, qué asco, a saber como está lo de
dentro, imagina el almacén, porque no sabían que aquella cucaracha no pertenecía
al local, no, aquella cucaracha era mi padre y ni siquiera íbamos a poder darle
sepultura, porque el heladero ya la había escobado y subido al recogedor y se
iba con ella camino del cubo de basura. Y porque aun en el caso de que le
hubiéramos pedido que nos la entregara, que nos la pusiera por ejemplo en una
tarrina de helado, en una funeraria habrían tenido muchos problemas para
retocar a una cucaracha hasta dejarle un aspecto parecido a nuestro padre,
cielos, menudo trabajito. ¿Y qué le íbamos a decir a mi madre?
—Vamos a llevarle un helado a
mamá, con cucurucho, que es como a ella le gustan – dijo mi hermana.
Y a mí me pareció la mejor
solución, a veces mi hermana tenía ideas geniales. Hacía lustros que mi madre
no se comía un helado. De turrón, su preferido.
—¡Mamá, te hemos traído un
helado! —dijo mi hermana con alegría mientras montaba en la cocina la bola de
helado sobre el cucurucho.
—¡Qué rico! ¡Ay, si hacía tiempo
que no disfrutaba tanto…! Y aquí, con mis hijitas…
Y cuando terminó el helado, saboreando
el crujiente barquillo, dijo lo que tantas veces habíamos oído:
—Es que lo más rico es el
cucurucho.
—¿Y vuestro padre donde anda?
–preguntó luego— ¿Ya está en el sillón con la tele?
—No mamá, papa… —comenzó mi
hermana.
—Papá no volverá ya —me apresuré
a decir.
—¿Que no volverá?
—Lo mató… —comencé a contar.
—…el heladero… — dijo mi hermana.
—¿Qué dices?
—Ya sabes, estaba gritándonos
como siempre…
— …decía que nunca íbamos a dejar
de ser niñas, que siempre con el cucurucho…
—Y yo ya no pude aguantar más… Y
lo convertí en cucaracha.
Mi madre se llevó las manos a la
boca abierta:
—¿Cómo habéis sido capaces de…?
—Mamá, tú nos obligaste a ello.
Tú debiste haber acabado con él hace mucho, mucho tiempo.