domingo, 27 de diciembre de 2009

El gigante de barro



Había llovido mucho y el bosque estaba lleno de barro. El bosque estaba tan lleno de barro, que el pequeño Adrián resbalaba por el estrecho sendero entre los árboles. A Adrián le encantaba chapotear en el barro y al barro le encantaba pegarse a los zapatos de Adrián. Tanto le gustaba pegarse a sus zapatos, que éstos fueron cogiendo una capa de barro tras otra, y otra capa más y otra más, y así fue como a cada paso aumentó el espesor del barro bajo sus zapatos y el pequeño Adrián fue creciendo: primero se elevó como si llevara zapatos de plataforma, después como si llevara zancos, luego los zancos se estiraron hasta que su cabeza se alzó por encima de las copas de los árboles. Podía ver el río, podía ver incluso la ciudad desparramada en el horizonte. Se había convertido en el escurridizo gigante de largas piernas de barro que caminaba por el sendero espantando a los paseantes del domingo. Por primera vez en su vida el pequeño Adrián se sintió grande y poderoso, pero también solo e inseguro. Solo, porque todos al ver su enorme tamaño se alejaban asustados; inseguro, porque aquellas piernas de barro, blando y traicionero, podían desmoronarse en cualquier momento y temía el batacazo que le esperaba desde aquella enorme altura. Así que, haciendo equilibrios para no caer, echó un último vistazo al mundo desde sus zancos de barro. Sí, era muy hermoso tener el mundo a sus pies, pero ya no podía aguantar más, así que se aferró a la rama del árbol más cercano. Limpió sus zapatos despegando aquel barro pringoso con una rama tronchada y cuando se deshizo de sus falsas piernas de gigante, el pequeño Adrián pidió ayuda para bajar, como un gatito asustado y travieso.

jueves, 17 de diciembre de 2009

El baúl de mi tía Tere


He dado un paseo esta mañana por la feria de la almoneda, me gusta ver antigüedades. Candelabros de cobre, farolillos, plumines, monedas con verdín, percheros modernistas. En un rincón he encontrado un enorme baúl de viaje, de tela cruda ya tirando a amarillenta con rayas marrón oscuro. Se parece a un baúl de mi infancia que estaba en casa de mis abuelos, en la habitación de mi tía Tere y que yo siempre me preguntaba qué secretos contendría. Nada, ropa vieja, decía mi tía y me largaba una muñeca para que jugara y me olvidara de aquel baúl enigmático, siempre con ropa para planchar sobre él o por el contrario, ropa recién planchada y bien plegada, pero todavía sin recoger, un baúl al que no me podía acercar porque si no, iba a desordenar todo lo que había encima de él o a mancharlo con mis manitas llenas de la grasa del bocadillo de chorizo de Pamplona que mi abuelo me había preparado para merendar. Hoy he pasado mi mano sobre él, sin rastros de chorizo, unas manos adultas que buscan recuerdos perdidos, le he pedido al vendedor si podía abrirlo para ver su interior y él ha traído la llave y me ha dejado que fuera yo misma quien destapara el secreto del baúl de mi tía. Nada más abrirlo, un puñetazo de bolas de naftalina me ha tirado al suelo, dejándome inconsciente. Y del baúl han salido en una ráfaga de aire cálido la sonrisa de monalisa de mi tía, sus ojos oscuros e inquietos, que leían con avidez los periódicos, sus bisbiseos de rezos, sus besos con ruido – chuick – a una figura de la virgen fosforescente que brillaba en la oscuridad, sus vestidos negros de luto riguroso que contrastaban con sus ganas de jugar siempre con todos los sobrinos, las tardes en su habitación jugando a la casa del terror con la luz apagada en la que ella nos preparaba las trampas más divertidas, o ese tren hecho con sillas una detrás de otra, en el que nosotras éramos las pasajeras y mi primo el maquinista... Cuando he vuelto en sí, me he encontrado al vendedor haciéndome aire con un abanico de principios del siglo pasado y con voz de alivio me decía: "He llamado a los de urgencias, no tardarán, no se levante deprisa". Yo no le he hecho caso, y me he levantado, "No ha sido nada", le he dicho, le he dado las gracias por enseñarme el bául: "Lo siento, no voy comprarlo, pues todo lo que había en su interior ha vuelto a estar dentro de mí".
El vendedor ha mirado el baúl vacío sin entender nada, pues él no sabe que he sido yo quién se ha llevado su contenido y he aprovechado su desconcierto para marcharme arrastrada por la brisa ligera de una dulce melancolía.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Después de la siesta


La habitación en penumbra. Restos del café de después de comer sobre la mesa. Una taza manchada de café, la cafetera, un plato con migajas de una tarta. El periódico abierto sobre la mesa. Aún huele a café.

La persiana está medio bajada y la luz se cuela por los agujeros. Hace calor. Me acerco a la mesa, queda un poco de café en la cafetera.

Me sirvo una taza y me siento. Le pongo azúcar. El café está frío. Leo el periódico por la página abierta. Me siento como si estuviera suplantando a alguien: bebo su café, leo su periódico, me siento en su silla. Pero en realidad ese al que suplanto soy yo mismo, aunque me parezca otro. Qué distintos somos después de la siesta, como si el sueño después de comer se hubiera llevado parte de nosotros mismos. Saboreo el café y me pregunto qué parte de mí me falta hoy. Sin darme tiempo a responderme, el café me devuelve lo que había perdido, siento mi cuerpo y mis brazos y mis manos y hasta mis ojos, que aunque no ven mi rostro, me reconocen por dentro. Me da un poco de asco, soy el de siempre, sin embargo por otro lado me reconforta. No reconocerse después de la siesta es peligroso. Da miedo volverse otro, sentirse diferente, tan diferente que ni uno mismo se reconozca, eso es volverse loco, pensar que uno es Napoleón o un poeta famoso y creérselo sin ningun esfuerzo. Pero no, no soy Napoleón ni Machado, mi nombre es Alberto Pérez y con ese nombre salvo la distancia entre la mesa y la ventana, subo la persiana y miro afuera, a la calle donde he vivido desde hace más de diez años y sé que allí está el kiosko de la prensa de Elvira y el bar de Manolo y las aceras grises con su semáforo en la esquina y sendas fila de coches aparcados a ambos lados. No hay un ejército esperándome al otro lado, ni una escuela de pueblo, ni tardes llenas de poesía. Solo edificios grises y callados, con gente que como yo acaba de despertar de la siesta. Y eso quiere decir que es domingo, porque solo los domingos puedo dormir la siesta y si ya reconozco el lugar e incluso el tiempo, se acabó la locura y me siento un poco triste, triste por no poder ser otro, por estar condenado para siempre a ser yo mismo.