Jugábamos al tenis juntas, desde
niñas. A los quince años nos tocó el monitor guaperas, un rubio que volvía
locas a todas las chicas del club. Marta estaba totalmente colada por él, se lo
comía con la mirada en las clases pero él pasaba de ella. Pronto, Marta cambió
a la estrategia de niña tonta: hacía unos saques desastrosos, para que él se
pusiese a su lado, la tomase por la cintura para colocarla en la posición
correcta, y así sentir el calor de sus pectorales pegados a su espalda y ese
brazo de vello rubio sobre el suyo dirigiendo el movimiento de su raqueta. Mientras
nos cambiábamos en el vestuario, ella me susurraba entre risas, cosquilleándome
la oreja, cómo se derretía al oler su sudor dulce pegado en su cuello. A mí me
gustaba hacerle sufrir, y le decía que él solo tenía ojos para las mujeres
mayores, era el gigoló del club, el juguete de las maduritas. Ella no quería creerlo,
pero acababa diciendo:
—En realidad no sé porque me
gusta, es solo un pijo de mierda.
—Me apuesto un batido a que no te
atreves a salir a la pista sin bragas —la reté un día.
Ella se sonrojó, seguro que se
imaginaba a sí misma con su inocente faldita ondulando a su alrededor, para mostrarle
en una volada de cierzo su secreto velado.
—¿A que sí? —se rió provocativa,
y yo le dije:
—Ven, entra en mi vestuario.
Se quitó con decisión el
sujetador, sus pezoncillos punzando la camiseta blanca, luego los calcetines
blancos, que plegó con cuidado en el banquillo.
—Venga —la animé—, ahora, las
bragas.
Deslizó las bragas blancas,
corriéndolas con suavidad a lo largo de sus piernas.
—Es lo más desnuda que puedo
estar ahí fuera —me dijo con la misma sonrisa que dedicaba al rubio creído.
Permaneció un instante así, sin
bragas y mirándome a los ojos. Llevé mi mano bajo su falda y ascendí despacio por
sus muslos, ella se tensó, pero se acercó más a mí, y noté que su respiración se
aceleraba; en aquel ascenso, mi corazón subía también hasta mi boca. Encontré
su secreto mojado entre el vello espeso y lo acaricié cerrando los ojos,
mientras posaba mis labios en los suyos.
Su madre nos sacó a gritos del
paraíso:
—¡Chicas, ¿qué estáis haciendo?!
La clase ya ha empezado.
Marta salió corriendo del
vestuario, con la raqueta en la mano, le dijo a su madre que no había otro libre,
como excusándose por estar juntas.
Yo recogí sus calcetines y el
sujetador, pero sus bragas no aparecían por ningún lado. Me di cuenta de que
había ganado la apuesta, pero que también ella me había ganado a mí.
* * *
Mi nuevo relato para la última propuesta de los viernes creativos de el bic naranja, este fue el micro con el que participé. Esta vez había que escribir una historia inspirada en estas palabras: calcetines blancos unisex. Pásate por aquí para leer otros autores con otras historias.