domingo, 22 de noviembre de 2009

Dragón del viernes


Hay un dragón dormido los viernes por la mañana en mi oficina. Abro el cajón de mi mesa y está ahí, acurrucado, entre los bolígrafos, la grapadora, la taladradora, las etiquetas adhesivas. No sé como puede estar cómodo con tantos cachivaches clavándosele en el costado y en la cabeza y plegado una y otra vez para caber ahí dentro, pero está profundamente dormido, a veces hasta se escapa un ronquido del cajón y todos creen que ha sido nuestro compañero Armando que ha dado una cabezada.

Los viernes pasa eso, todo el mundo tiene sueño, mucho sueño, nos pesa el cansancio acumulado de toda la semana, pero nos despejamos enseguida pensando que es viernes y que pronto tendremos la libertad condicional del fin de semana por delante. Esa libertad que se anticipa inmensa el viernes al mediodía pero que conforme uno alcanza la mañana del sábado se consume instantáneamente como un chispazo. El dragón sin embargo sigue durmiendo. A él le da lo mismo que sea lunes, viernes o domingo, él sí que es dueño de la libertad durante toda la semana. Lo curioso es que solo aparece por la oficina los viernes y los lunes. Los lunes no duerme, los lunes siempre anda molestándome, para que me despierte. Yo los lunes tardo en arrancar, para todo el mundo el lunes es el peor día de la semana y uno se quedaría en la cama, pero el deber obliga y nos arrancamos las legañas como podemos para estar en el puesto de trabajo puntuales y arreglados como contables ejemplares. El dragón llega un poco más tarde y justo cuando me estoy tomando ese café que me devuelve a mis mejores sueños, me mete el dedo en el ojo o me pellizca en el costado. No me deja dormitar un poco más, es peor que mi jefe, mi jefe los lunes no aparece hasta las nueve y media, porque el lunes le sienta todavía peor que a todos nosotros.

El dragón está juguetón los lunes y quiere llevarme en sus lomos a los paraísos de sus aventuras pero yo estoy demasiado dormido para eso y además tengo que recordarle que no puedo irme ahora con él, que me quedan ocho horas por delante de trabajo y que quizá a la salida podremos vernos un rato. Él no entiende nada de eso, a veces me pregunta para qué sirve trabajar y yo le contesto que para poder disfrutar de un dragón cuando acaba el trabajo y entonces todavía lo entiende menos: ¿porque no disfrutas conmigo todo el día?, pregunta confuso. Yo no puedo perder el tiempo en explicaciones, ya han llegado los primeros números y tengo que registrar, contabilizar, calcular, le digo que venga a buscarme el viernes, que el viernes tengo toooodo el fin de semana por delante (y ese todo parece algo inmenso, dos días interminables). Él sigue insistiendo y molestándome un poco más, mete el dedo en el café, me mancha los papeles con el café que le gotea, me desordena el pelo (en realidad tampoco me había peinado mucho), vuelve a hacerme cosquillas en el costado... Nadie lo ve, más que yo, es lunes y todos están dormidos. Como no le hago caso, al final el dragón se cansa, se da un garbeo por la máquina de café, se toma una manzanilla (no le gusta el café) y desaparece (la manzanilla es una pócima que lo trasvasa a otro lugar, aunque nunca me ha querido explicar como lo consigue). Por cierto, el otro día le dio un susto tremendo a Alicia, mi compañera de la mesa más cercana a la mía, ella nunca lo había visto antes y se topó con su barrigota verde al ir a tomar café. Dio un grito que oímos dentro de la oficina (la máquina de café está en el pasillo) y encima como el dragón le pidió amablemente si le invitaba a una manzanilla porque no llevaba suelto, tuvo que invitarle, claro. Porque el dragón tiene una voz grave y profunda pero es muy educado y nadie puede (ni se atreve, en el fondo) negarse a sus peticiones, siempre con su por favor y dando las gracias después. Y tras beberse la manzanilla de un trago, ¡zas! desapareció misteriosamente, dejando un humillo verde allí donde había estado. Pero Alicia no nos contó que se había encontrado con él, nadie quiere reconocer que se ha encontrado frente a frente con un dragón, ni siquiera yo, que lo veo todos los lunes y los viernes. Puso una excusa tonta, que no esperaba que hubiera nadie allí y que de detrás de la máquina de café de repente había salido el mecánico que estaba arreglándola... Todos le creyeron, menos yo, porque también he visto al dragón, pero no me atreví a decírselo delante del resto de mis compañeros.

La semana transcurre sin que vuelva a visitarme y yo lo echo de menos, no es que me guste que me meta el dedo en el ojo, pero la verdad es que su silueta verde anima esta oficina gris y aburrida y él siempre está de buen humor, no como los compañeros que me rodean, que solo me cuentan sus miserias cotidianas. Los viernes nunca falta a su cita, pero entonces el que está dormido es el dragón, no hay manera de despertarlo, ni hablándole, ni pellizcándole, ni zarandeándole (no he intentado echarle un jarro de agua, más que nada por no mojar el cajón y mi material de oficina). Abro el cajón y todos los viernes me lo encuentro allí: tengo que apartarlo cada vez que necesito un clip o un boli y llevo cuidado al abrir el cajón de que no lo vean mis compañeros, sobre todo Alicia, no vaya a pegar otro de sus gritos espantosos, porque me da vergüenza que descubran que tengo un dragón en el cajón, lo considerarían un capricho infantil o debilidad mental o locura, incluso. Sin embargo, me gusta abrir el cajón y verlo allí, busco cualquier excusa para abrir el cajón, o lo abro sin excusas, verlo en mi cajón me alegra, eso significa que es viernes y que pronto podremos disfrutar juntos.

Pasa el día durmiendo y justo a las cuatro en punto, cuando suena la sirena de salida y todos mis compañeros han salido volando de la oficina (volando metafóricamente, se entiende), el dragón se despierta, abre el cajón, asoma la cabeza y me dice, ¿qué, nos tomamos una manzanilla? Despliega inexplicablemente su enorme cuerpo para salir del cajón y nos tomamos entonces la manzanilla de la máquina; he probado a tomarme una manzanilla entre semana y nunca me pasa nada, pero con él tiene un efecto mágico: me siento ligero, muy ligero, monto en su grupa y salimos volando de la oficina (volando literalmente, se entiende). No sé como logramos atravesar las ventanas pues son de esas que no se pueden abrir, pero montado en su lomo el cristal se ablanda y lo atravesamos y nos sumergimos de lleno en el fin de semana, ese largo fin de semana que comienza la tarde del viernes y que, como los largos sueños de los dragones, rezuma de aventuras arriesgadas y heroicas... Qué pronto, sin embargo, el fin de semana se disipa en la nada y en el todo y nos devuelve como un trapo usado a la aburrida mañana del lunes, bostezando, bostezando, bostezando.

Reflejos



¿Qué prefieres, la realidad o su reflejo?

Simétrica asimetría???


Más otoño


Guirnaldas de otoño

viernes, 20 de noviembre de 2009

Extraño otoño



Hoy el día amaneció con niebla alta. Pero no hacía frío. Resulta extraña esta combinación de la niebla sin ese frío que se te mete hasta los huesos con sus dedos húmedos. Vivimos un otoño raro, muy raro.


A mediodía el sol atraviesa las nubes y alegra levemente las ventanas, trayendo una claridad que colorea suavemente los árboles, las casas, dorándolo todo con sus rayos.


Los colores del otoño nos asaltan en las plazas, las hojas amarillas caen con suavidad al suelo y al pisotearlas oímos su crujido, pero la agradable temperatura nos hace sentir que esto es más una primavera de color otoñal que un preludio del invierno.


Sí, extraño otoño este. Tampoco hay cierzo helado que nos revuelva los huesos y nos ponga la cabeza del revés. ¿Llegará el invierno de repente o se quedará olvidado en el sueño de un niño que quiere vivir siempre la primavera?

martes, 17 de noviembre de 2009

Origami y Papiroflexia

Máscara
Arácnidos


Papiroflexia. Origami. Dos palabras similares pero en distinto idioma, para nombrar un mismo arte. Nuestra Papiroflexia me parece demasiado serio, me suena a palabra culta y además es compuesta, papiro y flexia, no existen palabras en nuestro idioma de uso corriente de este tipo. Origami, la japonesa, significa lo mismo, proviene de "ori" (doblar) y "kami" (papel). Sin embargo, a mis oídos les atrae el sonido de origami, es una palabra que me hace soñar, soñar en los plegados del papel que se convierten en grullas, pajaritas, barcos de papel, leones, dragones, flores, máscaras, delfines... Pero al mismo tiempo, también me gusta papiroflexia, porque eso de usar extranjerismos, me repatea un poco, claro que en este caso, origami, origami, bueno, pues que me encanta. También he oído hoy a un miembro del grupo zaragozano de papiroflexia que hay quien asocia la papiroflexia con la infancia, con un simple juego para entretener a los niños y desarrollar sus habilidades manuales y su creatividad, vamos, una clase de manualidades divertida, mientras que el origami sería el arte con mayúsculas, con toda su carga de tradición japonesa, lo cual a él y a mí nos parece un comentario de una simplicidad que solo puede atribuirse a la ignorancia.

Porque si nos acercamos a la exposición de Origami del Centro de Historia de Zaragoza (y daros prisa ya que se termina el 22 de noviembre) veremos que el resultado del origami y de la papiroflexia son lo mismo: un arte, que, doblando un papel siguiendo sus leyes fundamentales que dicen "no cortado, no pegado, solo plegado", consigue hacer salir de las manos del artista esa grulla que sale volando hacia el cielo o ese San Jorge que mata al dragón con su lanza, lo que nos lleva a los que no sabemos hacer más que una pajarita a considerar este arte una especie de magia increíble que sale de las manos de un malabarista extremadamente ingenioso e inteligente. Es un arte que apasiona tanto a niños como a mayores, sólo hay que oír los comentarios del público que atiborra las salas cuando contemplan admirados las obras que allí se muestran: "Fíjate, qué detalle, los ojos, las manos el traje…" "y esa serpiente que parece de verdad", "¡Qué bonito el tiovivo de los caballitos! ¡Y mira el carrito del bebé y la mamá que ha cogido el bebé en sus brazos porque está llorando!" "En el estanque hay peces", y en la vitrina donde descubrimos el arca de Noé en miniatura, este amante de la papiroflexia que nos va explicando algunas curiosidades del origami (perdonad que no sepa su nombre), nos invita a reconocer los distintos animales del tamaño un poco mayor que una hormiga soldado y la gente los encuentra encantada: "Eso es una cebra y eso una jirafa y ahí están los elefantes", "Y lo de delante del arca son papagayos", "Lo de encima del tejadillo del arca no sé que es…, necesitaría unos prismáticos", nos confiesa el entendido papirofléxico… "Parece un gallo" decimos una chica y yo, "No, una ardilla" dice otro admirador…





El Arca de Noé, de Carolina Aguilera, Colombia


En fin, insectos tan reales como los cazados por los entomólogos, ranas que parece que van a saltar desde la planta en que están posadas, una serpiente con el detalle de sus escamas que da tanto miedo como una de verdad, animales simpáticos, como ese castor sonriente con sus dientecillos enormes, esqueletos de dinosaurios, obras enormes que se extienden por las paredes en la última sala, con una infinidad de plegados que uno se pregunta cuanto tiempo y paciencia les habrá costado hacer esto, aparte del impresionante efecto estético, por supuesto… Esa especie de medusas gigantes blancas que cuelgan del techo y flotan como en el mar…. O un don Quijote que parece una escultura, personajes del señor de los anillos (Legolas, Gandalf)… Un sinfín de obras que descubrimos con la boca abierta y los ojos ilusionados.


Y lo que más me maravilla (y en eso estoy de acuerdo con mi amigo Antonio, con el que fuimos a ver la exposición hace un par de fines de semana) es pensar cómo llegan a crear esto, cómo se les ocurre por donde tienen que plegar y desplegar, y volver a plegar, y luego darle una vuelta por aquí y otra por allá para que salgan de sus manos y un papel estas impresionantes creaciones.


Luego está la parte poética y espiritual del origami, que en esto los japoneses son unos expertos. Como la conmovedora historia de la niña Sadako Sasaki, leedla en la wikipedia, una niña de dos años que sobrevivió a la bomba de Hisroshima y que enfermó a los diez años de leucemia. Una historia que nos habla de la voluntad y el empeño de una niña por ofrecer mil grullas a los dioses para la curación de todas las víctimas de las guerras, una niña que se ha convertido en un símbolo mundial de la paz. Llegó a crear 644 grullas con cualquier papel que pillaba en el hospital, envolturas de medicamentos, prospectos...


En la exposición encontramos obras del grupo de papiroflexia Zaragozano, que comenzó su andadura allá por el año 1940 y que seguramente se trata del primer grupo del mundo que se creó para desarrollar un modelo de trabajo organizado, con reuniones periódicas, primero en el desaparecido café Salduba (que se hallaba en la plaza España) y más adelante en el café Levante (primero en el antiguo del Paseo de Pamplona) y más tarde en el actual café Levante de la calle Almagro, donde todavía se siguen reuniendo los nuevos seguidores de este arte. Y en ella se recogen también obras de artistas de otros países, no solo de sus iniciales creadores Japoneses, sino también de franceses, americanos, vietnamitas, sudamericanos, en fin de todos los rincones del mundo donde hay personas que unen imaginación, habilidad manual, inteligencia y percepción espacial para crear todo tipo de animales, figuras y composiciones.


El domingo pasado volví a ver la exposición por segunda vez. Y no me cansaría de verla.


Acercaros también a verla, merece la pena. Y dejad vuestra pajarita o grulla de papel que será enviada al monumento a Sadako Sasaki en el Parque de la Paz deHiroshima.



Las fotos son de Pedro Rovira Tolosana, una pena que las condiciones de luz (no se podía utilizar flash), no fueran las más adecuadas. También lamento no tener el nombre de todos los autores de las obras para ponerlos aquí.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Un escritor en busca de historias

Erase una vez un escritor al que un día se le acabaron las ideas. Bueno más que acabarse, tenía ideas, pero cuando comenzaba a desarrollarlas, se secaban. Quería escribir historias y empezaba con buen pie, pero la historia después se torcía y no había manera de enderezarla. Así una historia tras otra, todas se quedaban inconclusas. Cuanto más quería escribir, más se le atascaban las palabras, se quedaban paralizadas, pues llegaba un momento en que las palabras le llevaban a un laberinto que le repateaba en el estómago por su insulsez. Ni siquiera el absurdo venía a instalarse en sus escritos como una genialidad extraña e incoherente. Palabras que no le decían nada, palabras vacías o mil veces escuchadas, que se convertían en un balbuceo inacabado y sin sustancia. Por utilizar una metáfora literaria, aquel escritor se estaba quedando sin tinta en el alma y el alma se le secaba y se obsesionaba con aquella incapacidad de sacar una miserable historia que le apasionara un poco. Buceaba en su ordenador y no encontraba más que páginas medio escritas, medio en blanco, bloqueos mentales que le obsesionaban y le bloqueaban cada vez más. El maldito tópico del terror del escritor ante la página en blanco…

Quizá debía salir a comprar tinta, para humedecer su alma, o buscar otra alma de repuesto o buscar… ¿Buscar qué? Quizá simplemente había que dejar de buscar, dejar de escribir, dejarse llevar, empaparse de vida y sentir… para que la escritura algún día volviese a fluir, como antes, de la cabeza al teclado, del teclado a la página en blanco.

¿Sería capaz de vivir sin esa obsesión de tener que escribir una historia? Nadie le estaba pidiendo una historia, sólo él mismo se la exigía. ¿Sería capaz de dejar de ser tan exigente consigo mismo y dejarse vivir como las personas normales y corrientes que no tienen ni se plantean en ningún momento tener que escribir una historia?

viernes, 6 de noviembre de 2009

La máquina de escribir


Hay una vieja máquina de escribir sobre la mesa camilla. En el papel que está en el carro, una frase empezada. La máquina de escribir está cansada, se oye su respiración lenta y pesada bajo la ventana abierta. La ventana es un rectángulo de cielo azul donde chillan los vencejos.
La máquina de escribir sueña. Mira al azul del cielo, que es el color de los sueños y no sueña con la poesía que escribirá mañana. Ella sueña que se convierte en un ordenador. Si fuera un ordenador no estaría tan cansada, porque no tendría que repetir la página entera cuando el escritor se equivoca. Además tendría memoria y podría recordar todas esas maravillosas historias que él escribe. Ahora la máquina las transcribe, letra a letra, pero en cuanto el escritor arranca la hoja del carro, la historia deja de ser suya, ella no puede recordar nada. Los ordenadores guardan las historias en la memoria de su disco duro, y las reproducen cuando el escritor decide volver a verlas. Hasta son capaces de mandar las historias a otro ordenador donde alguien las abre y vuelven a vivir exactamente igual que antes. Para mandar su historia a otro sitio, la máquina de escribir necesita de la colaboración de un sobre, de un sello, de la mano del escritor que la pondrá en el buzón, de un tren que la llevará a su destino, del servicio de correos que la clasificará, de un cartero que la lleve a la dirección escrita en el sobre... Demasiados intermediarios. El ordenador, consigo mismo y con la ayuda de un cable, se basta y se sobra.
La máquina de escribir se asoma a la ventana, ve el abismo desde el octavo piso hasta la calle y piensa en suicidarse; tal vez así el escritor decida de una vez por todas comprarse un ordenador. Pero se imagina un amasijo de muelles, cinta de tinta, teclas y hierros aplastado contra la acera y considera que aquel no es el final más digno para una máquina de escribir.
Entonces llega el escritor con una gran caja, la deposita en el suelo, la abre: saca un monitor, un teclado, una CPU. ¡Es un ordenador! se dice alborozada la máquina de escribir. Pero su alegría se evapora enseguida, es consciente de lo que eso significa. Piensa que ya no será ella la que recibirá las caricias de los dedos del escritor sobre sus teclas, ya no escuchará las hermosas historias, ni aprenderá nuevas palabras. Y siente envidia, una gran envidia. Ahora, más que nunca, desearía ser un ordenador. Desearía ser ese ordenador que hay sobre esa mesa, porque ella ama las historias de su escritor. ¿Adónde la mandarán ahora? La tirarán a la basura. Acabará en un vertedero, destrozada, rodeada de mondas de naranja y de patatas, de cristales rotos y de inmundicia... Hubiera sido mucho mejor tirarse por la ventana. Al menos le hubiera arrancado unas lágrimas al escritor, seguro.
A partir de aquel día, el escritor utiliza muy a menudo el ordenador, la mesa camilla con la máquina de escribir es arrinconada en el cuarto de los trastos. Pero un día el escritor recuerda algo y va a buscarla. Lee el papel escrito del carro, el último tesoro que conserva la máquina de escribir. Se sienta delante de la máquina y teclea en ella. La máquina de escribir entra en éxtasis. De su cinta ya no salen las palabras del escritor. Salen las palabras que ha guardado en su corazón durante tanto tiempo:
"Te quiero, escritor. Amo tus historias. Te amo a ti. Quisiera servirte siempre. Te prometo que si escribes conmigo tus manos jamás se equivocarán, que podrás mandar tus historias tan lejos como quieras con solo pulsar una tecla..."
El escritor lee lo que ha escrito la máquina de escribir, perplejo. Él también ama aquella máquina de escribir con la que escribió sus primeros cuentos, el único recuerdo de los años duros, cuando era un muerto de hambre sobreviviendo en un cuartucho de mala muerte...
No va a devolver el ordenador. Pero retorna la máquina de escribir a su estudio y, de vez en cuando, escribe en ella. Alguien le ha dicho que los cuentos de la máquina de escribir son sus mejores cuentos. Él sabe porqué: no son solo suyos, son también de ella, su mejor colaboradora, la máquina de escribir. Y los escribe como ella le prometió, de un tirón, sin correcciones.
Su esposa lo mira, condescendiente, cuando se sienta en la mesa camilla:
- ¿Otra vez con esa vieja máquina? Te vas a dejar las manos y la vista y todo...
Él se encoge de hombros. Era la máquina de escribir de su padre, un hombre de negocios. No merece ser olvidada. La máquina de escribir sonríe, mira por la ventana abierta, y respira, respira hondo, aliviada de que todavía no haya llegado su hora.

lunes, 2 de noviembre de 2009

El niño de los castillos de arena


Esta es la historia de un niño que le gustaba hacer castillos de arena. Cuando iba a la playa, llevaba sus cubos, la pala y el rastrillo y se ponía a escarbar en la arena. La playa solo existía para eso, para levantar castillos, no le gustaba bañarse, ni que le mojaran las olas, ni correr por la orilla, ni jugar a la pelota. Su afición eran los castillos de arena y no perdía un segundo en ninguna otra actividad. De los cubos salían torres, con sus manos y la pala daba forma a murallas, almenas, fosos, pasadizos subterráneos… Algunas veces hacía churretones con arena mezclada con agua, que dejaba escurrir entre sus dedos para formar grupos escultóricos que se convertían en reyes con sus súbditos a sus pies, o en torreones que crecían hacia el cielo, con ese aspecto de derretirse, en el más puro estilo Gaudí. También los adornaba con plumas de gaviota o con conchas que encontraba en la orilla, que pasaban a decorar las ventanas y las puertas. Todos eran diferentes, y todos se parecían, pues la arena, los cubos, y las manos del niño los convertían en hermanos, hermanos que proceden del mismo padre y que se dan un aire de familia, pero que siempre son únicos, diferentes.


Al terminar la mañana, llegaba el momento de abandonar sus castillos y de lo peor, de limpiarse de arena. Llevaba arena por todo su cuerpo, hasta por la cara, hasta dentro del bañador… A él no le molestaba, pero sus padres no querían ver ni un minúsculo, grano, que luego lo manchaba todo… Y tenía que bañarse en el mar, entre las olas revoltosas que siempre le daban un revolcón y al salir del agua la arena volvía a pegársele de nuevo, así que otra vez debía meterse bajo la ducha de la salida de la playa, con lo fría que estaba el agua…


- Es que la arena quiere venirse conmigo a casa, para que haga un castillo en la terraza – decía el niño.


Pero sus padres no le dejaban, la arena debía quedarse en la playa para que la casa estuviera limpia y reluciente, así que nunca pudo levantar un castillo en la terraza…


A veces ponía muñequitos en el castillo, caballeros con armaduras, caballos, reyes, princesas y dragones. Los muñecos vivían sus aventuras entre aquellas paredes de arena. Los castillos eran atacados por ejércitos enemigos y destruídos con bolas de arena o pisoteados por despiadados gigantes.


Un día construyó un enorme castillo. Un castillo tan grande que podía entrar en él. Y entró por su puerta y recorrió sus pasadizos, y subió por la escalera que conducía a la muralla y se paseó por ella. Sintió la brisa en la muralla y contempló el mar. Ese mar que cada día destrozaba sus creaciones. En aquel castillo tan enorme se sintió fuerte y poderoso. Pero el mar es siempre mucho más fuerte. Una ola más grande que las demás derrumbó la torre sobre la que se encontraba, y él cayó en la blanda arena, medio enterrado.


Oyó como siempre los gritos apremiantes de su madre:


- ¡Carlos, corre a quitarte la arena, que pareces una croqueta!


Carlos corrió hacia el mar, con los restos de su castillo en su cabeza, en la espalda, en su tripa, en los brazos… Devolvió el castillo al mar, ese mar que siempre venía a buscar lo que consideraba suyo. Pero el niño sabía que el mar nunca podría llevarse una cosa: la semilla del nuevo castillo que crecía dentro de sí. Un nuevo castillo de agua y arena, bajo el sol de verano, mirando al mar. Y como un valeroso caballero que protege su gran tesoro, salió corriendo del agua, burlándose de las olas que le perseguían.