Sentado en las
escaleras de la iglesia, rasgueaba mi laúd en busca de una canción que
ofrecerle aquella noche a mi dama. El bullicio del mercado estorbaba mi tarea:
envuelto por los placeres mundanos, ni la melodía, ni las palabras alcanzaban a
expresar la pureza del amor por mi dulce Genevieve. Me extasiaba en el recuerdo
de su pálido tobillo y el olor del cuero me arreaba una patada en las narices;
si pensaba en el perfume de rosas de sus manos, me alcanzaba el penetrante
aroma de los quesos bien curados; y su voz de pajarillo era enmudecida por el
jolgorio de los borrachos empapados de aguamiel. Solo las marmitas de cobre del
cacharrero me evocaron el fulgor de su cabello pelirrojo, pero aquella no era
precisamente una metáfora digna de ser cantada a la dueña de mi corazón.
La vieja del
puesto cercano, con su ojo derecho peleándose por mirar entre las verrugas, me
espetó con voz de graja:
— Joven
trovador, menos canciones y más pociones, necesitas para tu amor.
Me acerqué con
curiosidad a su puesto, donde el aroma de la lavanda se mezclaba con las hojas
de hepática y las hierbas para los retortijones y sobre un tapete de terciopelo
ajado descubrí unos frasquitos del tamaño de mi dedo meñique con el dibujo de
un corazón.
—¿A cuánto el
filtro de amor?
—Para ti, tres
reales.
—No tengo tres
reales, ¿no prefieres una canción?
—¿Y qué hago
yo con una canción, camelar a un mancebo? –gruñó ella.
Mientras la
vieja preparaba un saquito de hierbas para un escudero escuálido, aproveché su
descuido, y, sin dejar de tocar mi laúd, estiré mis dedos y me hice con un
frasquito. De allí me alejé, tocando y cantando y en la esquina eché a correr.
Atrás quedaron los gritos de la bruja: ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!
En el rincón
oscuro de un establo, saqué el frasco: en su interior brillaba un líquido azul
que se agitaba en círculos lentos, sosegados. El movimiento me atrapó, no podía
apartar mi mirada de aquel azul. Flotando en él aparecieron los ojos de
Genevieve. A la luz de esos ojos comencé a tocar el laúd; mis dedos se movían
solos y el susurro de una canción escapó sin conciencia de mi boca.
Esa noche, el
beso de mi laúd se enredó en la boca de ambrosía de Genevieve, a los pies de su
balcón.