©Jamila Clarke |
Quiero contarte
mi historia pero no me atrevo a mirarte a los ojos. Quizá porque tus ojos, tu
boca, tu cabello, se parecen demasiado a los del hombre que amé. Aquel hombre
me escribía versos, cada hora, cada día, me cubría de versos. Yo los guardaba
en una maleta pequeña y cuando casi la llené decidí fugarme con aquel genio
literario que me llamaba musa y sirena, que me acariciaba en sus poemas con la
misma pasión con la que me amaba en la cama. Solo añadí a la maleta mi neceser
y una muda limpia, y con eso dejé mi casa, pues entonces creía que no
necesitaba nada más: ¿para qué quería vestidos, ni chaquetas, si sus palabras
me arropaban?; ¿para qué quería libros si sus letras eran las más hermosas que
jamás había leído? Al principio, nuestro hogar era el jardín del edén, siempre
cálido, rebosante de placeres, me alimentaba de caricias y palabras hermosas. Yo le adoraba, le cuidaba, vivía solo para mi amante. Con el tiempo, los versos se
espaciaron, las caricias se secaron en sus manos, y una marea de ginebra lo retenía
hasta la madrugada en bares de mala muerte, insonorizados contra los cantos de
sirena. ¿Y la musa, te preguntarás, qué fue de la musa? Todos los artistas saben que una musa se apaga si no la miran a los ojos. Un día rehice mi maleta, metí mi neceser y sus versos, y me
marché de esa casa donde la indiferencia me acosaba en cada rincón. ¿Los
versos, dices? Me costó librarme de ellos, una y otra vez los leía, y mis
lágrimas corrían la tinta en el papel, pero desgraciadamente, me los sabía de
memoria. Por eso los arrojé en el puerto, donde las gaviotas se encargaron de
sacarles los ojos, picotearles las tripas y arrancarles mis entrañas
envenenadas por su amor.
* * *
Un nuevo relato para el viernes creativo de el bic naranja. Más historias, más relatos sobre esa maleta, en el bic naranja