Ya se oían los petardos rompiendo el cielo. El dragón se acercaba por el paseo Independencia, era enorme, su cabeza de cartón piedra sobrepasaba el cuarto piso de los edificios, su larga cola verde medía más de diez metros. Echaba humo por los orificios de la nariz y la multitud lo aclamaba a su paso. Así celebramos en Aragón el día de nuestra comunidad, San Jorge, nunca puede faltar un dragón. Entre el sonido de los cohetes, la música de los tambores, los clarines y las dulzainas, se alzaban los gritos del público cuando la cabeza del dragón se les acercaba, embistiendo. Todo era alegría, todo excepto alguien a mis pies, que se escondía. Era un niño de unos ocho o nueve años. Tenía unos ojos oscuros y penetrantes, que te atravesaban con la mirada. Creí que tenía miedo.
- No te escondas - le dije -, que este dragón es bueno.
No me hizo caso, seguía escondiéndose.
- Mira, que es muy gracioso - insistí.
- Si lo miro, lo mataré – replicó muy serio.
- Vamos, no digas eso. ¿Cómo va a matar un dragón un niño tan bueno como tú?
- Es que yo me llamo Jorge – y añadió muy convencido: - Yo soy quien va a matar ese dragón. Siempre ha sido así.
- No todos los Jorges matan dragones. Mira, ya viene San Jorge, ese es el Jorge que tiene que matar al dragón - le dije señalando el alto muñeco, manejado con cuerdas, que representaba al caballero y que se acercaba por nuestra derecha.
El niño me miró con ojos ilusionados.
- Quizá pueda matarlo a él, en vez de al dragón.
El chico se quedó mirando al caballero fijamente, San Jorge volvió la cabeza hacia él. Los ojos del chico se clavaron en los ojos de San Jorge, penetrando por los orificios de su yelmo. La cabeza de San Jorge permaneció inmóvil, rígida, durante unos instantes, sus ojos absorbidos por los del niño. Unas llamas prendieron repentinamente los ojos de San Jorge, se extendieron por su cabeza y por todo su cuerpo.
La unidad de bomberos, con sus sirenas clamando al viento, acudió a apagar el fuego.
El dragón culebreaba delante del caballero, ajeno a su muerte, feliz y rebosante de vida.
La gente se apartaba del fuego, gritando. Pero el niño permaneció quieto y yo a su lado, mirándolo con inquietud. El niño sonreía. Aquel año, por fin, había conseguido salvar al dragón. Ya no sería más un matador de dragones. A partir de aquel día lo llamarían Jorge, el salvador de dragones.
- No te escondas - le dije -, que este dragón es bueno.
No me hizo caso, seguía escondiéndose.
- Mira, que es muy gracioso - insistí.
- Si lo miro, lo mataré – replicó muy serio.
- Vamos, no digas eso. ¿Cómo va a matar un dragón un niño tan bueno como tú?
- Es que yo me llamo Jorge – y añadió muy convencido: - Yo soy quien va a matar ese dragón. Siempre ha sido así.
- No todos los Jorges matan dragones. Mira, ya viene San Jorge, ese es el Jorge que tiene que matar al dragón - le dije señalando el alto muñeco, manejado con cuerdas, que representaba al caballero y que se acercaba por nuestra derecha.
El niño me miró con ojos ilusionados.
- Quizá pueda matarlo a él, en vez de al dragón.
El chico se quedó mirando al caballero fijamente, San Jorge volvió la cabeza hacia él. Los ojos del chico se clavaron en los ojos de San Jorge, penetrando por los orificios de su yelmo. La cabeza de San Jorge permaneció inmóvil, rígida, durante unos instantes, sus ojos absorbidos por los del niño. Unas llamas prendieron repentinamente los ojos de San Jorge, se extendieron por su cabeza y por todo su cuerpo.
La unidad de bomberos, con sus sirenas clamando al viento, acudió a apagar el fuego.
El dragón culebreaba delante del caballero, ajeno a su muerte, feliz y rebosante de vida.
La gente se apartaba del fuego, gritando. Pero el niño permaneció quieto y yo a su lado, mirándolo con inquietud. El niño sonreía. Aquel año, por fin, había conseguido salvar al dragón. Ya no sería más un matador de dragones. A partir de aquel día lo llamarían Jorge, el salvador de dragones.