Esta es la historia de un hombre que viajó por todo el mundo. Visitó mares y montañas, playas y lagos, desiertos y bosques. Se sentaba a contemplar la puesta de sol y las nubes en el cielo. Se asomaba a los acantilados y aspiraba el aroma del mar. Los bosques también estaban llenos de olores: tierra y hojas húmedas, setas, flores, hierbas silvestres. También escuchaba los sonidos de los animales: el cu-cu del cuco, el ulular de la lechuza, el aullido del lobo. Y el crujido de las hojas secas bajo sus pies.
Todo aquello que veía y escuchaba, lo que olía y tocaba, lo guardaba en su cabeza. Luego en su casa lo transformaba, le ponía palabras hermosas y lo envolvía con sus sentimientos.
Nos gustaba mirarle a la cara, porque de cada viaje tenía en su cabeza un recuerdo. Su cabeza era más o menos así:
En la frente, una gran pradera con un riachuelo y montones de flores.
Otras veces su frente se cubría de arena y se convertía en un desierto. Un sinfín de dunas se perdían en el horizonte. Por el desierto avanzaba una caravana de camellos dirigida por beduinos.
En vez de cejas, tenía nubes. Y si le mirabas a los ojos, en el derecho se agitaba el océano contra los acantilados. Olas y olas golpeando las rocas con fuerza. Y en el ojo izquierdo contemplabas un tranquilo mar con islas de pueblos pesqueros. Había casitas blancas con ventanas azules y pequeños barcos pesqueros multicolores.
Los agujeros de su nariz eran dos cuevas pobladas de misterios. Por la noche veíamos salir de las cuevas murciélagos y mi hermana dice que una vez vio asomarse un dragón.
Su pelo era una gran selva tropical, con monos y pájaros chillones. Sí, mi padre decía que aquel hombre tenía la cabeza llena de pájaros. Y era cierto: tucanes y loros en la selva de su pelo, cigüeñas y garzas sobre su frente, un martín pescador que pescaba en el río, gorriones, jilgueros y petirrojos por todos los lados. Y una bandada de flamencos que giraba alrededor de su cabeza.
Una vez se golpeó la cabeza con la puerta de su casa y en vez de un chichón le creció una montaña. En la cumbre de la montaña se perdíaentre las nubes un castillo mágico.
También tenía un ramo de margaritas bajo su barbilla, que le tapaba el cuello de la camisa. Y una cascada de buganvillas bajaba de sus orejas.
De su boca brotaban aventuras, miles de aventuras. Cuando contaba historias parecía mucho más alto y enorme. Sacaba un paisaje de su cabeza y lo poblaba de personajes increíbles. Seres tan reales como su propio cuerpo, y la gente lloraba con sus historias o reía o casi se moría de miedo en las noches de luna nueva. A veces tomaba una pluma de ganso y escribía hermosas historias o terribles historias, de humor o de tragedia, según el día y luego las regalaba por la calle y la gente las leía y se las pasaban de unos a otros.
Un día aquel hombre murió y los hombres lloraron: ¿quién les iba a contar ahora fantásticas historias, quién les haría llorar y sentir y vivir lo que la vida no había querido darles? Quienes recordamos sus historias se las contamos a nuestros hijos y estos a sus hijos y a los hijos de sus hijos… Otros cogieron sus manuscritos de pluma de ganso, escritos con tinta de color verde, y los leyeron y los guardaron en un sitio que llamaron biblioteca, para que los que nacieran después de ellos también los leyeran.
Y otros hombres siguieron el ejemplo del hombre con la cabeza llena de pájaros y escribieron con pluma de ganso aquellas historias que les ardían en la cabeza y las regalaron al mundo, a los hombres y a los niños. Así las bibliotecas crecieron y con ellas, también los hombres se hicieron un poco más grandes, un poco más hombres, un poco más llenos de la libertad de los pájaros.