Una se sienta en la terraza del café de Flore de Saint Germain, con la esperanza de que cada uno de sus poros absorba la genialidad de Hemingway que rezuma de sus paredes. En esta pequeña mesa verde pido un vino blanco Cheblis, y en vez de escribir un relato con inspiración hemingwayana, solo me sale un haiku desustanciado: Avec le café Flore/ une soirée de vin blanc/ arreté le temps. Debe de ser que me falta la media docena de ostras, pero el presupuesto no me da para tanto; eso sí, el haiku en francés, que resuena en mis oídos como una canción de Edith Piaf. Como no estudié francés en el colegio, he tenido que consultar a Monsieur Google para un par de palabras, pero ha salido sin demasiado esfuerzo, será la magia del Flore. Una pareja de japoneses me pide que les saque una foto y atrapo con su móvil a esa chica que mira a su novio con unos ojos que se estiran en una ensoñación de gominola y ese cutis delicado, en cuya piel se deslizarán los dedos de él como antes los míos sobre la copa de vino. Les devuelvo el móvil y sonríen e inclinan la cabeza agradecidos y la gominola deja su estampado pringoso en mi libreta. Los japoneses, mientras se toman un té, charlan con el abuelo americano en París de la mesa de al lado; la japonesa lo observa con curiosidad de niña, como si quisiera absorber la sabiduría de sus palabras. Es tan acogedora la terraza cerrada del Flore, afuera sopla el viento helado y llueve, y mis pies doloridos se recuperan de una mañana deambulando por el Museé d’Orsay y la tarde en La Orangerie. Me acurruco en el regazo del vino y ronroneo. No quiero salir de aquí, pido un deseo: dormirme y soñar con Lawrence, que me dictará el primer capítulo de mi próxima novela. Saboreo el Cheblis dulzón del cartel de una película de Hollywood: esa de la chica amante de las letras que viaja a París en busca de la inspiración de los grandes y se enamora del camarero, ese que le sirve Moët & Chandon en una copa de vino blanco.
Para concurso ZENDA
#historiasdeviajes
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