Ya sabéis el chiste, después de Plácido Domingo llega el Maldito Lunes...
El lunes es el día que me toca publicar en el
microrrelatista.
No podía haberme tocado un día mejor, jaja.
Me levanto hecha polvo porque me acuesto tarde el domingo y tengo que madrugar.
Apenas puedo desayunar de un trago mi tazón de cola-cao.
Pillo el autobús por los pelos... Carrerita matutina, recupero la respiración en el asiento del autobús.
Los lunes no me pongo la radio, prefiero dormitar hasta la fábrica, tengo demasiado sueño.
Despego los ojos. Bajo del autobús. Entre las legañas vislumbro un rojizo amanecer tras la verja metálica.
Entramos en la cárcel. Quiero decir en la oficina. Gris, oscura y silenciosa. Aterrizo en mi silla de ruedas. Cualquiera diría que soy inválida. En realidad, una vez aquí me muevo tan poco como una inválida. Pero no, no voy a decir burradas, puedo hacer muchas cosas más que una inválida, que se lo digan a los pobres condenados a la silla de ruedas.
Qué asco, por esta ventana ni siquiera se ve amanecer, está orientada al oeste.
La luz se enciende automáticamente a las 7:42 y el repentino flash me deslumbra los ojos. Vuelvo a despertar. Es la tercera vez que me despierto hoy y no será la última.
Bostezo y me estiro. Buenos días por aquí y buenos días por allá. ¿Un café? No tomo café. Voy a por una botella de agua de la máquina. La máquina se traga la moneda y no escupe la botella. Le doy una patada, pero solo consigo un moratón en el pie.
Enciendo el ordenador y comienzo a llenar hojas de cálculo.
El lunes se convierte en un día cualquiera. Números rojos. Números negros. Transferencias bancarias. Previsiones de caja. Viendo pasar millones y millones de euros que jamás podré palpar. Millones invisibles. Dicen que son reales, pero a veces lo dudo. Hablamos de millones como si fueran churros: un par de millones con el café, media docena con el chocolate, una docena antes del almuerzo, un centenar...
Tengo hambre. La comida es menú de lunes: espagueti boloñesa y calamares elásticos como cámara de neumático. Por supuesto, los millones los he dejado en el piso de arriba, no se vayan a manchar de grasa.
Otro café de máquina para el que le gusta. Y de vuelta a la mesa de la oficina unas tres horas más. Sufro un horario que parece de broma de 7:45 a 16:12, exactamente las 16:12, no, no me lo invento, ni os estoy tomando el pelo, con 45 minutos de comida en el medio, pero sin siesta.
Hay un rato después de comer muy malo, los párpados pesan como yunques... Y yo sin tomar café. Un día voy a tirar la pantalla del ordenador de un cabezazo.
Los millones que teníamos previstos no llegan. No vamos a poder hacer todos los pagos de hoy. Para colmo, la web del banco se queda colgada. Habrá tenido un empacho de millones, digo yo. Ojalá me empachara yo también así. Mi compañero se cabrea, da un puñetazo en la mesa. Pues si no pagamos hoy, ya pagaremos mañana, le digo.
Los millones llegan a última hora. Hay que hacer las transferencias corriendo. Por los pelos, como siempre.
Damos el último enter a la última transferencia a las 4 y 12, hora de la libertad. Y de la siesta en el autobús.
Me siento con un conocido que me da palique y no me deja dormir…
Bajo del autobús y recojo a los chicos en el cole. Hoy tienen piano. Allá vamos, cabalgando a la academia de música.
Compro carne picada en la carnicería y una docena de huevos (de huevos, no de millones) mientras hago tiempo para volver a recoger a los chicos. Me quedan quince minutos para tomar un té en una cafetería.
Entonces me acuerdo del microrrelato, no he pensado en él en todo el día, pero no sé escribir en un café, no me concentro. Quizá es eso lo que me diferencia de J.K. Rowling, quizá por eso yo nunca escribiré un best seller como la Rowling. Apuro el té.
Recojo a los chicos y vuelvo a casa.
Al sacar la compra veo que un par de huevos se han roto por el camino. Dos huevos para tortilla. A mis hijos no les gusta la tortilla.
Los chicos hacen los deberes. Yo me pongo a hacer los míos. La cena, claro. Unas albóndigas con tomate. Y la tortilla. Frío las albóndigas, las echo en la sartén con la salsa de tomate. Se me cae la sartén al suelo y a mi pantalón de chándal. Toda la cocina perdida de aceite. Recojo el aceite, friego el suelo, limpio la puerta del armario que también se ha pringado. Me cambio de pantalón y le echo polvos de talco para que absorba las manchas de aceite.
Con el estropicio se ha hecho la hora de cenar. Ya no me da tiempo de sentarme al ordenador para escribir el microrrelato. Debería haberme puesto antes, ahora ya lo tendría hecho. Quizá empezando a cocinar más tarde no se me hubieran caído las albóndigas por la cocina. Dejo aparcado el microrrelato para después de la cena.
Sacudo los polvos de talco del pantalón de chándal. El polvillo me da tos y acabo tosiendo sin parar, un ataque de los que hacen época. Bebo agua.
Los chicos ya están en la cama y el microrrelato sin escribir. Estoy cansada, mejor me voy a la cama.
Los lunes son un día agotador. El día del microrrelato tenía que ser el maldito lunes. Los lunes son demasiado largos y farragosos para escribir un microrrelato... Hasta una novela podría escribir...