Venía por la noche. Cuando entraba, el viento se colaba por la puerta, barriendo el pasillo. Yo le oía desde mi dormitorio, sus pasos acercándose con grandes y solemnes pisadas. Aparecía ocupando todo el umbral de la puerta, alto y enorme y yo le contemplaba desde la cama, tapada con las mantas hasta la nariz, muy calentita. Llevaba un abrigo de paño gris oscuro, el gorro con orejeras, la bufanda enrollada al cuello que le cubría hasta los ojos, los guantes que hacían sus manos gruesas, como de oso.
Empezaba a quitarse la ropa, primero los guantes y el abrigo, luego el jersey de lana, los pantalones, la camisa, la camiseta, se quedaba en calzoncillos y calcetines. ¡Brr, qué frío!, exclamaba entonces y se lanzaba al interior de la cama sin perder tiempo. Una ola congeladora se colaba en la cama cuando se metía en ella y avanzaba hacia mí. Sus manos eran cubitos de hielo en mi cuerpo, en sus pies el frío traspasaba sus calcetines y ascendía por mis piernas. ¡Ay, estás helado!, le decía yo alejándome. Pero mi cuerpo deseaba estar junto a él y regresaba a su lado. A veces aún llevaba nieve en las cejas y yo se la lamía, como si fuera un helado, un delicioso helado de invierno. Mis brazos y mi cuerpo lo rodeaban, enroscándome en él como una serpiente, sus manos se caldeaban acariciándome y el deseo hacía arder nuestros cuerpos. Ambos deseábamos la llegada del amante de primavera, ese que se presentaba con un ramo de flores silvestres recién cogidas y que me llevaba a corretear sobre la hierba. Pero mientras tanto, el amor y la pasión se encargaban de calentar de nuevo la cama, con nuestros cuerpos muy juntos, hasta el amanecer.