Un pequeño homenaje a don Quijote, en el 400 aniversario de la muerte de Cervantes
* * *
Don Alonso arriba a la oficina,
despeluchando su triste figura. Su secretaria, Claudia, observa el traje raído
y demasiado pegado a sus huesos, debería comprarse uno nuevo, piensa, aún es
joven y luciría como un galán, aunque ella sabe que si se priva de esos lujos
es para poder pagarles a ella y a Sánchez el sueldo a fin de mes. Lo ve
sentarse en la mesa con la mirada perdida en las nubes de la ventana. La
camarera del bar de la esquina le ha servido como siempre el café, hoy se ha
atrevido a mirarla de reojo, y, embelesado, le sonríe a su recuerdo. Aún
conserva el sabor del café, aunque preferiría retener el de sus labios. Dulce, se
llama, y así es, muchacha de miel y azahar…
La secretaria le pasa algunos
documentos para firmar. Pero las letras de los informes se revuelven y se
reordenan en un único y obsesivo nombre: Dulce. De repente sale de su ensueño,
al percatarse de una inquietante ausencia.
—Claudia —pregunta bruscamente a la
joven—, ¿y Sánchez?
—Bajó al café.
—¡Maldito Sánchez! —pero enseguida se
disculpa: —Perdone, Claudia, no quería…
Se asoma a la ventana y ve en la
calle a Sánchez, subiéndose el cuello de la chupa de cuero.
Claudia sabe que necesita un buen
empujón:
—En vez de tanto libro de caballeros,
dragones y ciencia ficción, debería leer alguna novelita rosa, de esas que le
regala a su tía. Aprendería en ellas a regalarle unas flores, y a pedirle una
cita...
—¿Pedirle una cita? ¿A quién?
—Vamos, no disimule, que he visto
como mira a Dulce…
—Pero si no soy digno de ella...
—Reaccione, don Alonso. Mire que
Sánchez la invitará a pasear en la vespa, le enseñará el atardecer desde la
Rosaleda y se la llevará al huerto. Si lo sabré yo....
—¡Por favor, que mi Dulce es una
dama...!
—Una dama, sí... ¡Pero no de piedra!
Sánchez se las camela a todas. Pero no cabe duda de que usted, don Alonso, con
su seiscientos, es mucho mejor partido; además tiene unos estudios, no como él…
Si le lee unos versos de Neruda, la conquista seguro. Y si la tuteara...
—¿Tutearla? Eso es una falta de
respeto a mi señora...
—¡¡¡Que falta de respeto ni que ocho
cuartos!!! La moza tiene que estar ofendida, debe pensar que usted cree que
tiene cuarenta y muchos en vez de treinta y pocos...
—Es como si la tuteara a usted,
Claudia, no sería correcto.
—Pero si llevo ya seis años trabajando
con usted, ¿no cree que podríamos tomarnos alguna pequeña confianza?
Don Alonso ya no la escucha, se
vuelve a la ventana, coge el abrecartas y arremete contra las nubes; las
pincha: ¡A la cargaaaaa…!
La moto de Sánchez pedorretea hacia
el bar. Alonso duda todavía si bajar y adelantarle con el seiscientos. Su
seiscientos es descapotable, además; aunque si llueve, no va abrir la capota,
claro está. Por un lado, le duele traicionar al fiel Sánchez, pero… ¿Acaso ha
pensado él en sus sentimientos? Coge las llaves del coche y se lanza escaleras
abajo. Claudia, sonríe, pone los ojos en blanco y murmura: “Hombres…”.
Escucha un estrépito en la escalera y
sale al rellano a ver qué ha ocurrido. Es Alonso que ha caído rodando, pero ya
se ha levantado, este hombre estará escuchimizado, pero es más fuerte que un
toro.
—¿Se encuentra bien?
—Entero y sin ningún hueso roto,
hermosa Claudia, no se preocupe.
Sale del portal y divisa a Sánchez,
está dejando la moto en la puerta del café, se apresura con el coche. Sabe que
Dulce termina ahora su turno.
Dulce pasa la bayeta por la barra,
cansada y aburrida, ni un minuto le queda para marcharse. Ve entrar a Sánchez y
piensa que su horario de sonrisas ya se ha terminado. Mientras le pide un café,
ella se está quitando el delantal.
—Ya he acabado por hoy, ¡Mari, guapa!
—grita a su compañera—. Sírvele un café a Sánchez, anda.
—Con lo que me gusta que me lo sirvas
tú, Dulce, caramelo de fresa. Si quieres, te invito a tomar algo fuera de aquí,
te llevo en la moto donde quieras.
Dulce no lo soporta, esa melosidad bruta
que parece manosearla…
—¡Uy, si está empezando a llover!
—exclama Dulce, mirando a traves de la cristalera—. ¡Y me he dejado el paraguas!
Pero ahí está Alonso, en la puerta,
con una tímida sonrisa asomando entre las barbas que con una vocecilla, que
apenas oye el cuello de su camisa, le dice:
—Precisamente tengo el coche aquí al
lado, si quiere, puedo acercarla a su casa.
—Ay, qué amable es usted don Alonso,
ya no quedan caballeros así más que en las películas. Un segundo que cojo mis
cosas y salgo con usted.
En un momento, Dulce mata dos pájaros
de un tiro: se ha librado del pesado de Sánchez, y ha conseguido coche para no
mojarse. Salen y se alejan por la avenida, bajo la lluvia. El parabrisas lagrimea
y el limpiaparabrisas escupe el agua, con un estruendoso roce de gomas viejas. Qué manera más prosaica de
cargarse el romanticismo de la lluvia tiene este seiscientos, piensa Alonso.
Sánchez los sigue, culebreando con su moto pedorreta, como si fuera la escolta
del caballero de la triste figura. Que ya no es triste, no. Sonríe. Sonríe
acordándose del abrecartas que pinchó las nubes, sencilla arma de chupatintas, pero
una espada es una espada aunque solo sea de un palmo de largo. Y en esa sonrisa
encuentra Dulce al nuevo don Alonso, que se burla de Sánchez y celebra el
brillo de unos ojos verdes.