Fotografía: Poesía visual, de Merce Bravo
Saliste del ascensor tras
recoger las basuras del edificio, cerraste rutinariamente las puertas de madera
y después la enrejada negra, y cuando te diste la vuelta y ya estabas abriendo
la puerta de tu casa, oíste el estruendo. Corriste a asomarte al hueco para
descubrir entre los rombos de la reja, ahí al fondo, los restos plegados del
que podría haber sido tu ataúd. Y te preguntaste cómo sería morir en una caja
de madera —nueve pisos de caída libre—, y sin dejar de mirar tragaste saliva y
apretaste los rombos metálicos para sentir su presión en los dedos y confirmar
de ese modo que estabas vivo por los pelos, o por azar, o por ese ángel de la
guarda al que tu madre te había enseñado a rezar. Supiste en ese instante que
tu vida pendía de un hilo que en cualquier momento podía romperse y que aquella
noche, a tus 63 años, un veintiocho de marzo de 1974, acababas de nacer de nuevo
para morir quién sabía cuándo.