Y de repente invento una palabra
nueva
y la repito,
y suena tan bien,
que la vuelvo a repetir una y otra
vez,
en susurros,
y cantando
y la silabeo con deleite
y la mezo en suave letanía,
como los niños en la escuela
recitando los ríos de Europa.
Qué delicia paladear nuevas
palabras, por el mero placer de escucharlas; se apoderan de las volutas de mi
cerebro: unas retumban grandiosas, orondas como elefantes; otras suenan chiquitas,
ronroneantes, enrolladas sobre sí mismas.
Luego caigo en la cuenta de que
debería ponerle un significado a esa palabra,
coserle conceptos o acciones o
cualidades que la conviertan en una palabra auténtica,
pero me niego a hacerlo, porque
perdería su perfume de recién nacida,
—de qué llenarla, de arena, de
espuma, de infierno—,
y porque a veces las palabras, como
los amantes,
son más hermosas desnudas y vacías,
se convierten en puro deseo, y así, tan completas en su sonoridad infinita, no
necesitan nada más para abrazarlas.
Sí, solo quiero besar esa palabra, jugar
con ella, palpar la vibración que extiende en el aire de esta noche de verano,
dejarla volar hasta las estrellas; desde allí ella misma me gritará otra vez su
nombre y me devolverá el soplo ingrávido de la creación libre y sin sentido.