Untitled, 2000 ©Jerry Uelsman |
Perderme en el
bosque, contigo. Era la única forma de volver a jugar juntos, nuestra aventura
de los domingos, cuando papá y mamá dormían la siesta en sus hamacas bajo los
pinos y las chicharras serraban el aire caliente perforándonos los oídos. Ellas
me llamaban, me agitaban el corazón de exploradora, haciéndolo vibrar con un
cosquilleo nervioso que me impedía estar quieta. Tú me esperabas en el sendero,
ese que parecía no tener fin y caminábamos alejándonos del coche, de la mesa de
camping con restos de comida, de la seguridad familiar. El sendero no tenía
emoción ninguna, tú lo sabías bien. Así que decías, por ejemplo: “Hoy, veinte
pasos, y nos metemos a la izquierda”, y yo asentía, con el corazón en un puño.
“…dieciocho, diecinueve y… ¡veinte!”, contabas, y penetrábamos en la espesura,
esquivábamos los pinchos afilados de los espinos y las zarzas, corríamos con
emoción entre las hayas bajo su sombra cada vez más oscura. El sabor del miedo
me empujaba a seguirte, pero con precaución: Pulgarcito me enseñó que echar
migas de pan era inútil para encontrar el camino de vuelta; tu experiencia, que
no siempre se consigue volver. Por eso me fijaba bien en todo aquello que
pudiera servirme de referencia: el árbol retorcido bajo el que pasábamos
agachados, los tres troncos cortados, el enorme roble que en realidad eran dos
juntos, cuyos pies se unían enredando sus raíces.
Una tarde me propusiste un
juego nuevo: debía taparme los ojos con un pañuelo, y confiar en ti; después de
tanto tiempo, conocías el bosque como la palma de tu mano. Por la seguridad que
habías demostrado en nuestras últimas exploraciones, me dejé hacer. Me llevaste
de la mano a través de arbustos que me arañaban las piernas, me hiciste
recorrer un laberinto a ciegas, con más vueltas de las que esperaba. Mientras
caminábamos me contabas que te encontrabas muy solo, que las noches se te
hacían muy largas en el bosque, que echabas de menos los tiempos en que
dormíamos en la misma habitación y mamá venía a darnos un beso antes de dormir.
Eso me hizo sospechar. Quise quitarme la venda, pero me lo impediste,
comenzaste a hacerme girar como si fuera la gallinita ciega. “¡Para, para ya!”,
chillé, a punto de llorar y entonces dijiste: “Está bien, ahora ya es
suficiente”. Cuando me quité el pañuelo, habías desaparecido. Nunca lo habías
hecho antes de llegar de nuevo al camino. Y entonces, como tú aquella tarde, yo
tampoco sabía cómo volver.
* * *
Para el viernes creativo del 12 de diciembre en el bic naranja.