Un niño dibuja cuatro puntos en un papel. Son moscas. Para que quede más realista les pone alas a los puntos. Las moscas salen volando del papel y se posan en la nariz de su padre, que está leyendo el periódico. Las espanta con la mano. Le ponen nervioso las moscas. Las moscas vuelan en círculos debajo de la lámpara. El padre intenta matar las moscas con el periódico, sin éxito. La madre echa un flis-flis. A las moscas parece gustarles el insecticida, porque vuelan más aprisa que antes, eufóricas, excitadas. Ahora se han posado en el bizcocho casero que hay sobre la mesa. Eso si que no puede tolerarse, piensa el niño, ¡el bizcocho casero de mamá es intocable!
El niño dibuja un matamoscas, lo coge con la mano. Echa unas migas de bizcocho sobre el papel. Las moscas acuden a las migajas y se posan en el papel. El niño bate el matamoscas y las aplasta contra el papel. Por fin las moscas han vuelto al papel de donde salieron, inmortalizadas para siempre. El niño pone su firma en el dibujo y lo cuelga en la pared con una chincheta.