Encontré un par
de guantes de piel entre un montón de ropa y cachivaches de segunda mano,
estaban nuevos. Eran preciosos, rojos en la palma y negros en el dorso, me los
probé y aunque tengo una mano grande, de dedos largos, eran exactamente de mi
talla. Dudaba si cogerlos o no, me marché sin ellos, pero al llegar al final de
la calle di media vuelta y regresé al puesto ambulante: ahí seguían,
seduciéndome desde la cima del revoltijo de prendas, y los compré sin regatear.
Cuando me alejaba pensé contenta que contrastaban con mi abrigo negro, me
darían un aspecto muy chic con su rojo desenfadado, atrevido, y todo ello
combinado con la elegancia de su dorso negro.
Me puse un
guante, acaricié su suave piel con deleite, me puse el otro como en un ritual,
me subí la solapa del cuello del abrigo, en el retrovisor de un coche me pinté
los labios con un rojo pasión como el de los guantes, me calé el sombrero de ala
corta, envolviendo mi mirada en un halo de secreto y misterio; recorrí con paso
decidido las callejuelas camino de mi hotel, tan atractiva y segura como una
actriz de cine. Bajo la luz de las farolas, enredando el aire con los dedos
enfundados en piel, me sentía una ladrona en la noche, esa ladrona que deseaba
ser cuando era niña y me disfrazaba con los guantes de piel negros de mi madre
y con una linterna registraba la casa en busca de tesoros, de joyas que robar. “Ladrona
de corazones”, me dijo el joven ascensorista del hotel con una sonrisa, al hilo
de mi pensamiento. Podía ser mi hijo, por eso le contesté atravesándole los
ojos: “Y de diamantes en bruto”, y le mostré balanceándose el número de la
llave de mi habitación. “A las doce acabo mi turno”, susurró él sin dejar de
mirarme a los ojos. “Puedo esperar”, dije con indiferencia y añadí: “¿con
guantes o sin guantes?”. “Con guantes, por supuesto…” pidió él.
—Adelante —le
dije cuando llamó a la puerta, le esperaba tumbada en la cama con los guantes
como único vestido—, soy tu Guantecita roja.
—Y yo tu lobato
feroz —contestó.
También llevaba
guantes, guantes blancos de cabritilla, que acariciaron mi espalda con la suave
y delicada piel y sus labios eran un dulce hocico que cosquilleaba desde el
ombligo hasta mis senos y en el instante que iba a devorarme toda entera mis
guantes se volvieron pimientos y la lujosa habitación se transformó en mi
casucha destartalada con techo de uralita y la única posibilidad de huir fue
arrojarnos abrazados al abismo de los besos, con la determinación de un
ascensor que se precipita en caída libre desde el piso veintidós hasta
estrellarse en el suelo.
Entre los restos
del ascensor alguien encontró un par de guantes rojos y otro par blancos, ambos
con los dedos enlazados; se hallaban sobre dos cuerpos voluptuosos, que guardaban el placer en sus labios y en el interior de sus ojos
cerrados.
2 comentarios:
Y dejarse llevar por el espíritu de Rita Hayworth, je je.
Me gusta mucho Puri.
Un beso.
Miguel, qué bueno que vieras a Rita Haiworth!!!
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