Fotografía de Pedro Rovira Tolosana |
—Búscame en los puente, me dijo por el móvil, sin darme más pistas.
—¿En los puentes? ¿Pero en qué puente? ¡Que esta ciudad tiene ocho
puentes!!!
—Tú búscame y me encontrarás, como en Rayuela,
¿te acuerdas? —y colgó sin más explicaciones.
Sería como en Rayuela, salir a
buscarla, al encuentro de los cuerpos y de los labios que susurran palabras al
oído, a cazar en las esquinas besos robados al crepúsculo… Si hubiera pensado
cual sería el puente que ella elegiría, me habría dirigido al de piedra, el más
romántico, el puente de los enamorados, porque nosotros éramos enamorados
clásicos, de los de antes, no necesitábamos un puente donde enganchar un
candado con nuestras iniciales como los jovenzuelos de ahora, los clásicos
preferíamos la belleza austera de la piedra que cargaba con siglos de historia
y esa rugosidad áspera que nos gustaba acariciar con nuestras manos posadas en
el pretil, y el ambiente dulcemente amarillo de las farolas bañándonos con su
luz. Pero para jugar a encontrarse no había que pensar, sino dejarse llevar por
los pies libres y andarines, por eso crucé el puente de Santiago, con pasos titubeantes
por la ansiedad de no verla, pero con la confianza de que a ella le gustaba
perderse para encontrarse y yo debía ser también un vagabundo que husmeara por
instinto sus pasos, y ascendí por la margen izquierda, hacia la expo, pero si
nunca hemos ido juntos a la expo, me dije, y cuando caí en la cuenta de mi
error, ya era demasiado tarde y el
atardecer sonrojaba el lecho del río como coloretes ingenuos en el rostro de una joven que se
maquilla con algodones rosas, y el vestido del río bajaba teñido
de un azul oscuro, con pliegues de olas suaves; yo me sentía también azul, como
ese azul de los ingleses que habla de tristeza, pero esa tristeza que viene de
dentro, con un sabor dulce, con la añoranza de lo que una vez existió pero se
escapó de nuestros dedos y que también guarda en su oscura tonalidad una pizca
de esperanza, y en aquel paisaje mágico adiviné una sombra escurridiza bajo el
lanzón, atrapada por los tirantes del puente y sin creer que fuera ella, pero
deseándolo, corrí a cruzar la pasarela solitaria —esta comenzó a temblar bajo
mis pisadas—, la figura permaneció parada, esperándome en el centro, y, tras la
rayuela de cristales sucios —sin números, sin piedra, atiborrados de grafitis— se encontraron nuestros
labios, diluidos en la galaxia de la ciudad recién encendida.
6 comentarios:
Hermoso
Gracias, Jesús Angel, besos y buenas noches
Hola Puri, bien conseguida la trayectoria de la narración hasta el beso final de final feliz. La duda de los puentes, se encontrarán o no, el pensamiento interno constante y por fin ahí están. Juntos otra vez.
Abrazos
Muy bonito, al igual que la foto de Pedro. Enhorabuena
" Ese azul de los ingleses que habla de tristezas" qué imagen Puri, bella como la foto. Tenemos tantos puentes aquí esta ciudad de vientos...que una a veces ya no sabe si va o vuelve, no es de extrañar las dudas del protagonista, porque aquí se nos despeinan las certezas ;-)
Besos
Manuel, final feliz como en las películas de Hollywood ;)
Javier, gracias, primero vino el cuento, luego buscamos la foto, y sí, había una adecuada para la historia.
Angeles, me alegro de verte por aquí, a ver si nos encontramos en uno de esos puentes ;)
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