"Señoras y señores, el concierto va a comenzar. Por favor, desconecten sus teléfonos móviles y las señales de alarma de sus relojes. Mitiguen, en lo posible, las toses y demás ruidos que perturben la concentración de los intérpretes y del público en general. Gracias".
A continuación, el cuarteto salió por la puerta derecha del escenario, ocuparon sus sitios tras los atriles y saludaron al público con una inclinación de cabeza que parecía recoger los aplausos de bienvenida. El breve afinado de los instrumentos fue coreado por las últimas toses del público, pero en cuanto el primer violín hizo un gesto con su mirada a los demás intérpretes y alzó ligeramente el arco del instrumento, el público guardó silencio. No se oía ni una mosca (afortunadamente no permiten la entrada a moscas en un auditorio) y hasta el público parecía contener la respiración. El primer violín rompió el silencio con un solo de cinco compases, tras los cuales se le unieron la viola, el segundo violín y un nostálgico violonchelo que cantaba bajo y delicado. El auditorio se llenó de la magia de la música. La gente no se movía de los asientos, pero muchos viajaban, viajaban sobre la melodía que los elevaba hacia el cielo, sus espíritus transportados muy lejos, hacia un país de ensueño. Tanto fue así, que algunos cayeron en un ligero dormitar. Y el señor del bigote, de tan relajado que se encontraba, soltó un par de ronquidos, que despertaron a todos los bellos durmientes de alrededor. Menos mal que a su lado estaba su atenta esposa que, avergonazada, le propinó un codazo en el costado para devolverle al mundo de los vivos, a la sala de la armonía, con lo que cesó de roncar.
El violonchelo llevaba la voz cantante, un pianísimo delicado que susurraba notas ensimismadas sobre los violines casi amordazados, cuando una tos ametralló el escenario y rebotó en sus paredes forradas de madera. El violonchelo pareció caer mal herido, pero se recuperó en un instante, tomó aliento y sonó con más fuerza, luchando contra aquella tos persistente que no cesaba de bramar. Acudieron en su ayuda los violines, su crescendo llenó el aire y hasta la viola gritaba: ¡Qué se calle esa tos, que se calle! Al fin vencieron los instrumentos y la tos fue superada en intensidad por la música, aunque solo se extinguió por propio agotamiento, para desesperación de sus vecinos de asiento, que no llevaban un miserable caramelo con que ahogarla.
Después del primer tiempo, un mar de toses inundó todo el patio de butacas. Los intérpretes aguardaron unos segundos, lo que tardaron en hacer dos hondas inspiraciones, y arremetieron sin piedad con el segundo tiempo, una marcha fúnebre que asesinó fulminantemente todas las toses, sumiendo al público en un silencio contenido. Pero fue por poco tiempo, pues toda contención estalla de un momento a otro y pronto las toses contagiosas comenzaron a corretear y a perseguirse de aquí para allá por todo el patio de butacas. En la primera fila de platea se arrojaba al suelo del escenario la débil tos de una viejecilla, en la quinta fila del palco le contestaba un joven barbudo, en el anfiteatro, el hombre de la bufanda al cuello (que mejor hubiera estado en su camita con un vaso de leche bien caliente y miel) les tomaba el relevo con su tos bronquítica. Sin embargo la concentración de los artistas era impresionante. Parecía que existiese una cápsula transparente que los aislaba, pues una vez inmersos en la ejecución de la obra ya nada podía apartarlos del fiel seguimiento, profundamente sentido, de la partitura. La música, a pesar de todos los obstáculos, vencía a los sonidos inármónicos y exasperantes. Y entre el público había quien trataba también de abstraerse y llenarse únicamente con la música, para obviar aquel desbordamiento de toses nerviosas y acatarradas, y algunos incluso lo conseguían.
Hubo un pasaje de gran tensión, cuando el violonchelo entró en duelo con el bronquítico de la bufanda; el hombre tosió y el arco del violonchelo le dio una estocada en el hombro; pero el señor volvió a empuñar su tos y como respuesta los acordes le infligieron una profunda herida en el bazo; aun así tosió una vez más aunque ya más débil y el violonchelo contraatacó con un sol bemol que se le clavó en el corazón. Entonces se oyó un aaaaggg... entrecortado, que se extinguió con el consiguiente acorde en Si menor, prolongado por un calderón, tras el cual se hizo el silencio mortal correspondiente al final del segundo tiempo.
En el siguiente descanso antes del tercer tiempo, toses desatadas como canes a los que se les hubiera quitado el bozal ladraron en la sala. Pero el tercer tiempo entró con ímpetu: la avalancha de un presto desbordante de los cuatro instrumentos, lleno de vida y de notas correteantes, enmudeció aquella rebelión canina. Pero no caabó aquí la batalla, al cabo de unos compases de alegre y cantarina tranquilidad, se escuchó una tos tan profunda que llenó todo el auditorio, y le siguió otra tos como un eco en la esquina opuesta. Los violines comenzaron a vibrar de tal modo, que las paredes del auditorio comenzaron a temblar. Con la vibración, acrecentada por la viola y el violonchelo, las paredes se agrietaran. Fue entonces cuando entró en la sala el murmullo del tráfico. De la sexta fila de platea, nació un estornudo, cuyo aire hizo volar las partituras de los músicos, pero ellos continuaron veloces y contentos con su prestissimo imparable, gracias a su memoria musical infalible y ensimismada y la música se extendió triunfalmente por la sala, más fuerte que nunca, era como si el ruido que invadía la sala les hubiera hecho subir el volumen a los instrumentos de tal modo que más parecía que estuviera tocando una orquesta sinfónica que un cuarteto.
Hubo un segundo estornudo, más fuerte que el anterior, que levantó los cabellos del público y alcanzó la barba del violinista que ascendió hacia el techo; entonces también la música ascendió como impulsada por ese soplido y miles de fusas y semifusas, apoyándose en una blanca de violonchelo, empujaron el techo de la sala, hasta hacerlo saltar volando. La siguiente tos consiguió que la música enloqueciera, girando en un torbellino y que terminara derrumbando las paredes. La sala quedó de ese modo bajo el cielo estrellado y la música se elevó para jugar con los astros brillantes, enredándose con la armonía de las leyes gravitatorias. La música llenó la avenida, la gente que pasaba detuvo sus pasos para escucharla embelesada, los conductores frenaron sus coches y bajaron las ventanillas para oír mejor la melodía del cuarteto que inundaba la calle y el aire y el cielo… Hasta los niños dejaron los gritos de sus juegos y se hizo un vacío en el que la música de un cuarteto se adueñó de la ciudad entera, donde todos y cada uno de sus habitantes tarareaban en su mente aquella melodía y seguían con los pies su ritmo arrebatador, con las estrellas en el cielo bailando al son de aquella música y las luces de colores de los semáforos siguiendo el ritmo con su encendido y apagado intermitente. Tras el acorde final del prestissimo revolucionado, se hizo un silencio total y absoluto, un silencio que inmovilizó a las personas de aquella ciudad como estatuas, un silencio que se tragó para siempre, como un agujero negro, todas las toses, estornudos y ronquidos de todos los conciertos del mundo.
1 comentario:
Tus cuentos si que son bonitos! me ha encantado ¡y a i si que se me contagia la tos cuando hay que estar en silencio!je, je.Genial.
Por cierto,ve llamando a esa brujita de chocolate, que Clementina está deseperada.
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