Nadie, en varios kilómetros a la redonda, sabría decir su nombre. Esas criaturas que ahora les dominaban sólo emitían sonidos guturales, habían prohibido su lengua. Echaba de menos las palabras de su pueblo. Habló en voz alta únicamente porque necesitaba escucharlas, para no olvidarlas: Reykarak, tú eres el único que recuerda la profecía, tú lo conseguirás.
Huiría esta noche. Se había hecho amigo de un caballo, ellos aún entendían su lengua. Cuando todos durmieran, el caballo vendría a buscarle. Cabalgaría toda la noche. Y cuando la palabra libertad resonara en la cúpula del templo de Mur, los hombres hablarían de nuevo y los sonidos guturales serían ahogados por sus palabras.
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