Estoy en el sofá de mi cuarto de estar.
Me acerco una caracola al oído.
El sonido del mar entra por mi oreja.
Cierro los ojos.
El mar canta una canción que me balancea en las olas.
Mis ojos ven las olas que juegan a hacerse peinados de espuma blanca. La marea asciende hasta bañar mi cerebro. El sofá flota en el agua, las olas lo mecen suavemente. El mar empuja el sofá por el pasillo hasta el cuarto de baño. El mar arrastra también otros muebles, lámparas, una mesa, sillas que flotan en el baño. El mar se agita, encabritado. Veo con angustia el desagüe de la bañera, vamos directos hacia él. Me aferro al sofá. Estoy girando en un tremendo remolino, el agua se escapa por el desagüe, el sofá también es tragado por él. Se hace la oscuridad. Sigo bien sujeto al sofá, estoy chorreando agua. He perdido la caracola, pero continúo oyendo el ruido del agua, el chapoteo. Debo de estar en un túnel, una cloaca asquerosa, imagino, aunque no huele mal. Ahora, al final del túnel se ve la luz. El agua salta por la boca de una enorme tubería, caigo vertiginosamente pero sigo sin soltarme de mi barco-sofá. Amenizo en un río. Navego por él entre chopos y álamos, en su corriente tranquila. Una balda de estantería flota a la vera del sofá, la pesco y la utilizo a manera de remo para impulsarlo. Los cormoranes me saludan desplegando sus alas. Mi ropa también se va secando al sol, como las alas de los cormoranes. Llego a la amplia desembocadura. El sofá encalla en la playa. Bajo de mi barco y piso la arena con los pies descalzos. A mi alrededor están desperdigados los demás muebles de mi cuarto de estar, como los restos de un naufragio: la estantería con sus baldas inclinadas, la mesa patas arriba, las sillas con bolsas de plástico enredadas en sus patas, la alfombra hecha jirones. Me meto en el agua, nado como he hecho todos los veranos de mi vida. Al salir, siento los rayos del sol que calientan mi cuerpo. Paseo por la orilla y encuentro entre mis libros mojados la caracola. Me la pongo en el oído y escucho: el mar se oye cada vez más lejos, es casi un susurro, hasta que enmudece.
Bocinazos, frenos de autobús, gritos de niños. Abro los ojos: estoy en casa, tumbado en el sofá, la ventana abierta, con la estantería, la mesa, las sillas alrededor. La caracola nos ha traído de vuelta a casa.
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