De julio a septiembre, la playa
de nuestro pueblo se viste de turistas de chancleta que huelen a bronceador de
coco. Ante semejante invasión, los cangrejos ermitaños abandonamos nuestras
conchas y aprovechamos la migración de los atunes para veranear en las
solitarias playas del norte. Al regresar, es difícil encontrar casa: hay menos
conchas y montones de basura abandonada. Este año decidí no moverme de casa: mi
nueva concha se amolda a mi cuerpo y tiene todas las comodidades, hasta cuenta con
un agujerillo por el que corre el agua para su limpieza, perfecto también para
la ventilación cuando reposo en la orilla. Pero una niña se enamoró de los
colores delicados de mi concha y le encantó, como a mí, el agujerito. Se ha
hecho un collar pasando por el agujero un hilo y me lleva colgado en su escote.
Cuando descubrió que yo estaba dentro, me preparó un nuevo hogar: un tarro
de cristal. Pero esta casa me va grande, además soy muy tímido y no soporto
que me estén mirando todo el rato. No sé cómo decirle que prefiero seguir
colgado en mi concha y dormir acunado por el pom-pom rítmico que sale de su
pecho.
2 comentarios:
Es lo que pasa cuando las niñas y los niños (y hasta las menos niñas, y niños) se enamoran, acaban por atrapar al objeto de su amor en un tarro. Poderosa metáfora del amor carcelario.
Abrazos, siempre
Amando tienes razón hay que dejar respirar al amor para que no se asfixie. Gracias por venir y comentar. Besos
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