Juan perdió su globo de gas. La cuerda se le escurrió de las manos, intentó cogerlo saltando, pero se le escapó. El globo subió muy alto, hasta las nubes y desapareció. Juan lloró por su globo perdido. Era tan bonito, rojo y alargado como una pera, brillante…
Juan compró todos los globos de gas de todos los vendedores de la plaza. Se los puso en la mano y salió volando con ellos.
Fue así como llegó al país de los globos perdidos. Aquel país estaba lleno de los globos que los niños habían perdido. Allí encontró a su globo rojo. Juan creía que los globos estarían libres pero no era así: alguien los tenía encerrados en una habitación muy grande, de paredes blancas. Parecía un hospital.
Los globos estaban tristes porque querían volver con los niños que los habían perdido pero no les dejaban salir de allí. Estaban todos amontonados, demasiado juntos unos con otros, sin sitio para moverse, para volar. Lo que más deseaban los globos era volar. O pasear atados de la cuerda en la mano de un niño, como quien saca a pasear a un perro muy amado. Un niño, que con ilusión y una gran sonrisa, miraba su globo, expresando su felicidad. Lo que más les gustaba a los globos era hacer felices a los niños.
Juan se encontró con un muchachito que llevaba un zurrón cruzado al hombro.
- Hola, me llamo Juan. ¿Quién eres tú?
- Soy Teo, el pastor de globos - le contestó el muchacho.
- ¿Pastor de globos?
- Sí - dijo el chico – debo cuidar los globos y que no falte ninguno para mi señor, el gran ogro de los globos.
- ¿Quién es ese ogro?
- Es un ogro enorme que sólo come globos. Se pone muy contento cuando un niño pierde su globo. El globo sube hasta aquí y yo lo recojo. Lo uno al rebaño. Y cuando el ogro tiene hambre, se come con su enorme boca todos los globos que quiere.
Juan miró con tristeza todos aquellos globos tan hermosos, que acabarían en la tripa de un horrible ogro. Pero en vez de echarse a llorar le dijo al pastor.
- Quiero ayudar a estos globos a escapar de aquí.
- Es imposible – le dijo el pastor –, el ogro te matará si te descubre.
- No me encontrará. Los globos me ocultarán.
Juan se escondió entre los globos. Había tantos que era imposible verlo.
El ogro llegó, era muy gordo, tenía una larga y gruesa cola que flotaba en el aire. Estaba muy hambriento, abrió mucho su boca y comenzó a tragar globos. Era un glotón. Los globos estallaban en su boca: ¡bum! ¡bum! Y su tripa se llenaba de aire, hinchándose, hinchándose.. Juan observó como con cada globo su cuerpo se hinchaba más y más, como si fuera un globo gigantesco. Eso le dio una idea.
El pastor sacaba un rato a los globos por la tarde, atados, a tomar el aire. Juan le pidió al pastor:
- Necesito que me traigas un paraguas.
El pastor le dio su paraguas.
- ¿Qué vas a hacer? – le preguntó.
- Ya lo verás.
Juan volvió a ocultarse entre los globos. Aquella noche, cuando el ogro volvió y comenzó a tragar globos, Juan se acercó por su espalda y le clavó el paraguas. Se oyó un ¡bum! estruendoso. De su cuerpo comenzó a salir el gas con un ruido así: ¡fiiiuuuu! Su enorme boca se deformó en una mueca retorcida y cuando todo el aire salió de su cuerpo, se quedó convertido en un plástico derrumbado sobre sí mismo. El ogro era un globo gigante que se alimentaba de globos.
Con ayuda del pastor, Juan devolvió los globos a la tierra. Los niños lo recibieron con alegría: todos recuperaron sus globos, volvieron a llevarlos atados con una cuerda a sus muñecas y sonreían al verlos flotar sobre sus cabezas.
Y los globos volvieron a ser felices en las manos de los niños, aunque les seguía gustando escaparse, libres por el cielo, cuando alguno se despistaba y lo soltaba de su mano. Pero ya no había ningún monstruo que se los tragara.
Juan compró todos los globos de gas de todos los vendedores de la plaza. Se los puso en la mano y salió volando con ellos.
Fue así como llegó al país de los globos perdidos. Aquel país estaba lleno de los globos que los niños habían perdido. Allí encontró a su globo rojo. Juan creía que los globos estarían libres pero no era así: alguien los tenía encerrados en una habitación muy grande, de paredes blancas. Parecía un hospital.
Los globos estaban tristes porque querían volver con los niños que los habían perdido pero no les dejaban salir de allí. Estaban todos amontonados, demasiado juntos unos con otros, sin sitio para moverse, para volar. Lo que más deseaban los globos era volar. O pasear atados de la cuerda en la mano de un niño, como quien saca a pasear a un perro muy amado. Un niño, que con ilusión y una gran sonrisa, miraba su globo, expresando su felicidad. Lo que más les gustaba a los globos era hacer felices a los niños.
Juan se encontró con un muchachito que llevaba un zurrón cruzado al hombro.
- Hola, me llamo Juan. ¿Quién eres tú?
- Soy Teo, el pastor de globos - le contestó el muchacho.
- ¿Pastor de globos?
- Sí - dijo el chico – debo cuidar los globos y que no falte ninguno para mi señor, el gran ogro de los globos.
- ¿Quién es ese ogro?
- Es un ogro enorme que sólo come globos. Se pone muy contento cuando un niño pierde su globo. El globo sube hasta aquí y yo lo recojo. Lo uno al rebaño. Y cuando el ogro tiene hambre, se come con su enorme boca todos los globos que quiere.
Juan miró con tristeza todos aquellos globos tan hermosos, que acabarían en la tripa de un horrible ogro. Pero en vez de echarse a llorar le dijo al pastor.
- Quiero ayudar a estos globos a escapar de aquí.
- Es imposible – le dijo el pastor –, el ogro te matará si te descubre.
- No me encontrará. Los globos me ocultarán.
Juan se escondió entre los globos. Había tantos que era imposible verlo.
El ogro llegó, era muy gordo, tenía una larga y gruesa cola que flotaba en el aire. Estaba muy hambriento, abrió mucho su boca y comenzó a tragar globos. Era un glotón. Los globos estallaban en su boca: ¡bum! ¡bum! Y su tripa se llenaba de aire, hinchándose, hinchándose.. Juan observó como con cada globo su cuerpo se hinchaba más y más, como si fuera un globo gigantesco. Eso le dio una idea.
El pastor sacaba un rato a los globos por la tarde, atados, a tomar el aire. Juan le pidió al pastor:
- Necesito que me traigas un paraguas.
El pastor le dio su paraguas.
- ¿Qué vas a hacer? – le preguntó.
- Ya lo verás.
Juan volvió a ocultarse entre los globos. Aquella noche, cuando el ogro volvió y comenzó a tragar globos, Juan se acercó por su espalda y le clavó el paraguas. Se oyó un ¡bum! estruendoso. De su cuerpo comenzó a salir el gas con un ruido así: ¡fiiiuuuu! Su enorme boca se deformó en una mueca retorcida y cuando todo el aire salió de su cuerpo, se quedó convertido en un plástico derrumbado sobre sí mismo. El ogro era un globo gigante que se alimentaba de globos.
Con ayuda del pastor, Juan devolvió los globos a la tierra. Los niños lo recibieron con alegría: todos recuperaron sus globos, volvieron a llevarlos atados con una cuerda a sus muñecas y sonreían al verlos flotar sobre sus cabezas.
Y los globos volvieron a ser felices en las manos de los niños, aunque les seguía gustando escaparse, libres por el cielo, cuando alguno se despistaba y lo soltaba de su mano. Pero ya no había ningún monstruo que se los tragara.
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