Voy a un colegio
en la provincia de Tarragona, a dar una charla a niños que han leído uno de mis
libros. Comienzan a entrar los chavales en el aula, yo estoy en la tarima
esperándolos. Entonces aparece entre ellos Tadzio. Sí, un niño idéntico a
Tadzio, el guapísimo principito polaco de la película “Muerte en Venecia”, de
Visconti. Los mismos bucles rubios, el mismo corte perfecto del rostro, los
mismos ojos atentos e inteligentes que me atrapan. Se sienta en la tercera fila
del aula, frente a mí. Mientras el profesor del colegio me presenta no puedo
dejar de contemplarlo, apenas puedo creer lo que estoy viendo. Él también me
mira, serio y atento, y sus ojos me transportan al Lido, estoy recostada en una
hamaca de playa contemplando al joven Tadzio sentado junto a la orilla. Lleva
un jersey azul oscuro por cuyo cuello de pico asoma la camisa azul cielo, pero
le sienta igual de bien que su habitual traje blanco de marinero, con esa
elegancia natural y esa belleza que alumbra cualquier indumentaria. Oigo el mar
y entre el murmullo de las olas, suena mi nombre, Purificación. Es la voz del
profesor, que me saca levemente del ensueño, y como no deseo dejar de soñar, he
de hacer un esfuerzo para volver, me digo firmemente: Puri, no, no estás en
Venecia, ni en el Lido, esto es el colegio Camp Joliu, en Arbós, te encuentras
delante de unos cincuenta niños, todos con el mismo uniforme azul marino y
tienes que dejar de mirar a Tadzio, por
lo que más quieras, o se va a mosquear.
Los cincuenta
niños se materializan en el aula soleada de la tarde y empiezo la charla. Les
cuento cómo el dragón Waldo consigue salir de un libro y meterse en otros, y mi
pequeño Tadzio me tiene tan prendada de él como al propio compositor
protagonista de la película. Cambio de vez en cuando de interlocutor dirigiendo
la mirada a los otros chicos, pero siempre que vuelvo a toparme con él
permanezco unos instantes en esos ojos que me llevan a la melancolía de un Lido
que ya no existe, de un balneario que se derrumbó. Con el turno de preguntas
puedo liberarme de sus ojos, al saltar a los de otros muchachos curiosos que
preguntan; él también hace un par de preguntas —no, no me pidáis recordar qué
pregunta, solo soy consciente de su mirada— y cuando al final de la charla
llega el momento de las dedicatorias en los libros y los chicos van pasando en
fila a que les firme su ejemplar, por fin el muchacho se acerca a mí. Estoy a
punto de escribir en su libro: “Para Tadzio”, porque ni siquiera en la
proximidad el parecido se difumina, sino que se acentúa; pero su jersey azul me
devuelve a la realidad —la única diferencia es ese atuendo, lástima que no sea
blanco— y le pregunto su nombre. Tadzio resulta ser hoy Pablo y ese “Para
Pablo” me distancia un poco de él, pero le digo que se parece al protagonista
de la película Muerte en Venecia, sé que él no la conocerá, pero le sugiero que
les pregunte a sus padres por ella. Contemplo a Pablo que se aleja con su libro
bajo el brazo, lleva en él mis palabras que le desean sueños de dragones. Ahora
sé que me hubiera gustado dedicarle ese libro con estas palabras: “Para Pablo,
que me llevó a Venecia de la mano de Tadzio, con esos ojos que nunca volveré a
ver”.
Que me perdone
Bjorn Andressen, el actor que encarnó a Tadzio, por utilizar su imagen, sé que no le gusta recordar a ese
personaje que le dio fama mundial por su belleza. Sé también que él fue y es
mucho más que un chico guapo. Pero la aparición de este niño me llevó de nuevo
a esa película decadente y hermosa, cuyas imágenes y sentimientos todavía
guardo en la memoria, y deseaba contar lo que sentí ante la mágica aparición de
Tadzio en un colegio.
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