Me despierto atrapada en uno de
esos laberintos de cristal que tanto me angustiaban de niña. Los tabiques transparentes
me aíslan del mundo. Oigo las voces, las conversaciones de la gente, pero
aunque grite, ellos no me escuchan, y tampoco parecen verme, sus miradas me
traspasan, como al cristal. A cada paso me topo con una pared transparente
desde la que contemplo con envidia como fuera charlan, se abrazan, ríen. Cuanto
más avanzo, más me encierro. Aquí, donde nadie desea entrar y de donde yo no
puedo salir.
Sé que el secreto para escapar
estriba en la conversación, pero la palabra me huye y el aislamiento me atrapa.
Un vacío envolvente en cada esquina, una soledad que se traga mi voz me devora
entera. Recorro los pasadizos, largos, cortos, que se cruzan y se descruzan, intrincándome
cada vez más en mi laberinto. A pesar de ello, mantengo una esperanza,
carcomida por la ansiedad, de poder salir. Exhausta, me detengo. Me enfrento al
cristal, mi enemigo. Aspiro el aire enrarecido del laberinto y lo expulso
gritando: ¡c-r-a-s-h! La onda expansiva derrumba uno a uno los cristales; pisoteando
los añicos, cris, cras, cris, cras, corro en pos de esos que ahora me dan la
espalda.
2 comentarios:
Un escenario de pesadilla que contagia angustia por su verosimilitud, por sus silencios, por sus onomatopeyas. Consigues que nos sintamos verdaderamente dentro al reproducir con tanta vivacidad la experiencia de la exclusión en medio del ruido. Y la persecución final no tranquiliza nada...
Abrazos, Bruja.
Gracias, Susana, por la visita. Me alegro de haberte metido en el laberinto, pero tú has podido salir...
Publicar un comentario