Hay una vieja máquina de escribir sobre la mesa camilla. En el papel que está en el carro, una frase empezada. La máquina de escribir está cansada, se oye su respiración lenta y pesada bajo la ventana abierta. La ventana es un rectángulo de cielo azul donde chillan los vencejos.
La máquina de escribir sueña. Mira al azul del cielo, que es el color de los sueños y no sueña con la poesía que escribirá mañana. Ella sueña que se convierte en un ordenador. Si fuera un ordenador no estaría tan cansada, porque no tendría que repetir la página entera cuando el escritor se equivoca. Además tendría memoria y podría recordar todas esas maravillosas historias que él escribe. Ahora la máquina las transcribe, letra a letra, pero en cuanto el escritor arranca la hoja del carro, la historia deja de ser suya, ella no puede recordar nada. Los ordenadores guardan las historias en la memoria de su disco duro, y las reproducen cuando el escritor decide volver a verlas. Hasta son capaces de mandar las historias a otro ordenador donde alguien las abre y vuelven a vivir exactamente igual que antes. Para mandar su historia a otro sitio, la máquina de escribir necesita de la colaboración de un sobre, de un sello, de la mano del escritor que la pondrá en el buzón, de un tren que la llevará a su destino, del servicio de correos que la clasificará, de un cartero que la lleve a la dirección escrita en el sobre... Demasiados intermediarios. El ordenador, consigo mismo y con la ayuda de un cable, se basta y se sobra.
La máquina de escribir se asoma a la ventana, ve el abismo desde el octavo piso hasta la calle y piensa en suicidarse; tal vez así el escritor decida de una vez por todas comprarse un ordenador. Pero se imagina un amasijo de muelles, cinta de tinta, teclas y hierros aplastado contra la acera y considera que aquel no es el final más digno para una máquina de escribir.
Entonces llega el escritor con una gran caja, la deposita en el suelo, la abre: saca un monitor, un teclado, una CPU. ¡Es un ordenador! se dice alborozada la máquina de escribir. Pero su alegría se evapora enseguida, es consciente de lo que eso significa. Piensa que ya no será ella la que recibirá las caricias de los dedos del escritor sobre sus teclas, ya no escuchará las hermosas historias, ni aprenderá nuevas palabras. Y siente envidia, una gran envidia. Ahora, más que nunca, desearía ser un ordenador. Desearía ser ese ordenador que hay sobre esa mesa, porque ella ama las historias de su escritor. ¿Adónde la mandarán ahora? La tirarán a la basura. Acabará en un vertedero, destrozada, rodeada de mondas de naranja y de patatas, de cristales rotos y de inmundicia... Hubiera sido mucho mejor tirarse por la ventana. Al menos le hubiera arrancado unas lágrimas al escritor, seguro.
A partir de aquel día, el escritor utiliza muy a menudo el ordenador, la mesa camilla con la máquina de escribir es arrinconada en el cuarto de los trastos. Pero un día el escritor recuerda algo y va a buscarla. Lee el papel escrito del carro, el último tesoro que conserva la máquina de escribir. Se sienta delante de la máquina y teclea en ella. La máquina de escribir entra en éxtasis. De su cinta ya no salen las palabras del escritor. Salen las palabras que ha guardado en su corazón durante tanto tiempo:
"Te quiero, escritor. Amo tus historias. Te amo a ti. Quisiera servirte siempre. Te prometo que si escribes conmigo tus manos jamás se equivocarán, que podrás mandar tus historias tan lejos como quieras con solo pulsar una tecla..."
El escritor lee lo que ha escrito la máquina de escribir, perplejo. Él también ama aquella máquina de escribir con la que escribió sus primeros cuentos, el único recuerdo de los años duros, cuando era un muerto de hambre sobreviviendo en un cuartucho de mala muerte...
No va a devolver el ordenador. Pero retorna la máquina de escribir a su estudio y, de vez en cuando, escribe en ella. Alguien le ha dicho que los cuentos de la máquina de escribir son sus mejores cuentos. Él sabe porqué: no son solo suyos, son también de ella, su mejor colaboradora, la máquina de escribir. Y los escribe como ella le prometió, de un tirón, sin correcciones.
Su esposa lo mira, condescendiente, cuando se sienta en la mesa camilla:
- ¿Otra vez con esa vieja máquina? Te vas a dejar las manos y la vista y todo...
Él se encoge de hombros. Era la máquina de escribir de su padre, un hombre de negocios. No merece ser olvidada. La máquina de escribir sonríe, mira por la ventana abierta, y respira, respira hondo, aliviada de que todavía no haya llegado su hora.
3 comentarios:
es realmente refrescante e inspirador, me gusta mucho tu estilo. Sigue escribiendo, espero poder ponerme al día leyendo tus entradas. ¡Suerte!
Al ordenador le queda algo de su pasado de maquina de escribir... El fin de linea es el CR 'carriage return' o Retorno de Carro, aunque no suena el alegre sonido de la campanilla como en ella.
En realidad odio las máquinas de escribir, porque nunca aprendí mecanografía y para mí era una tortura enfrentarme a ese artefacto gigantesco que tenía mi padre en el que tenía que andar buscando torpemente las letras y se me enganchaban los dedos entre las teclas, y para colmo, si me equivocaba, la hoja a la papelera y vuelta a empezar... Pero el cuento para mí simpboliza la nostalgia por esos obejtos antiguos que amamos y conservamos, aunque sean viejitos y menos prácticos que los modernos.
Publicar un comentario