Me crucé con él antes de entrar en la oficina. Llevaba un sombrero vaquero negro, una cazadora bien plantada, vaqueros pitillo ajustados y las botas camperas que pisaban con decisión. Automáticamente, me volví a buscar su caballo. Pero no, no había un sólo caballo, sino un dos caballos amarillo limón. Bonita caravana para un vaquero. Un cigarrillo prendido en su boca estiraba una mueca amarga hacia la comisura de los labios. Busqué a su chica que le esperaría en el saloon. Pero en la cafetería nadie pedía whisky a esas horas de la mañana y las mujeres no sabían bailar el can-can. Tuve la sensación de que todo estaba fuera de lugar aquella mañana, no había calle polvorienta sino asfalto negro y sin vida, no había abrevaderos sino contenedores verdes de basura y las casas no eran de madera sino de ladrillo anaranjado, las mujeres no llevaban faldas hasta los pies ni sombreros de flores, sino minifaldas... Hasta yo mismo me sentí fuera de lugar, con mis gafas de sol y el maletín en la mano. Subí a la oficina y empecé a escribir un relato. Del oeste. Ahora todo está en su sitio.
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