Al cumplir los trece años, metí
en una caja de madera mis juguetes favoritos. Y los enterré en una jardinera de
la terraza. Llovió. Hizo sol. Viento. Muchas veces. En este orden o en el
inverso, incluso todo a la vez: sol-lluvia-viento. Mi madre plantó caléndulas,
perejil, petunias blancas. Fui a la universidad. Un día conocí a una chica. Me
casé. Mi madre murió. Ya no había caléndulas ni perejil ni petunias. Me llevé
la jardinera a mi casa. Planté con mi hija geranios. Revolviendo la tierra, la
chica encontró la caja. Ahora mi hija juega con caballos azules y un gran jefe
indio. Las canicas me miran con sus ojos de colores. Tienen el mismo brillo, la
misma fantasía en sus volutas de plastilina que cuando las gané en el recreo.
Por ellas no pasa el tiempo. Sin embargo, las plumas del indio están descoloridas. Y el recreo de mi colegio ya no existe. Aunque
sigo viéndolo cada vez que paso delante de él, actualmente hay un edificio horroroso
en su lugar. En mi corazón algunas cosas permanecen. Otras se han ido. Muchas
las intento atrapar. Las guardaré en esta caja, de nuevo. Quizá me entierren con ella.
3 comentarios:
Arriba Puri. Ibas bien,nos envolviste en un relato de exquisita dulzura, pero tu personaje con los recuerdos desagradables ya se lanza a medirse la caja y a comprar las flores. Se volvió tango.
Qué buenos esos pequeños tesoros que guardamos, y qué bueno que los reconzca aun cuando los reencuentra pasado el tiempo. Toda una lección.
Un abrazo Puri.
Carlos: C'est la vie...
Miguel, cada uno tiene sus tesoros que merecen ser recordados.
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