Foto de Pedro Rovira Tolosana |
En la playa, con los
pies encallados en la arena, las olas batiendo sus piernas velludas, el viejo
marinero con bañador de pantalón corto y gorra de capitán miraba en lontananza
hacia el mar infinito. El bastón hundido en la arena, sobre el que descansaban
cómodamente las manos, servía de tercer punto de apoyo para ese cuerpo grueso
cuya barriga prominente se adelantaba sobre las olas. Un dragón tatuado en la
espalda abría la boca en su omoplato derecho, arrojando la cola de escamas por
el brazo musculoso. Más tatuajes floridos en la paletilla izquierda y un caos
de corazones, sirenas y anclas, con ese
tono verdoso que adquieren los tatuajes añosos, se desparramaban por la ancha
espalda tostada por el sol. Resultaba curiosa aquella figura inmóvil entre los turistas
de verano, como una estatua clavada en la arena, un homenaje a los hombres del
mar.
En aquellos ojos
perdidos en el horizonte se adivinaba el temor a la furia desatada de las olas
en las tormentas, el surcar veloz y seguro de un velero a barlovento, la brisa
cálida de los mares del sur o la calma chicha que convierte el mar en una
bandeja de plata lisa y pulida como un espejo. Esos mismos ojos que habían
visto salir y ponerse el sol en todos los océanos del mundo ahora se bañaban en
el azul luminoso y manso del Mediterráneo, impregnándose de la eterna esencia
del mar, de su olor salado y arenoso, con una serenidad exquisita que no se
alteraba ni con los gritos de los niños que jugaban a su lado saltando las
olas, ni con los paseantes playeros que pasaban y traspasaban su persona, unas
veces por delante, otras por detrás, mirándole unos con curiosidad, otros con
respeto.
El peso de los años
se apoyaba en ese bastón, que además lo anclaba en la arena como si el deseo
último de aquel hombre fuera no despegarse de esa orilla donde las olas rompían
mansamente y que cada vez hundían más sus pies en la humedad arenosa que los
abrazaba. El mar a su vez quería hacer suya aquella estatua, incorporar a su
seno la historia de aquel marino, que podía contar tanto cuentos de naufragios
como de hombres que vencen la bravura de las aguas.
Me quedé
contemplando aquella estatua, bajo la inclemencia del sol. Mi espalda adquirió
el tono de los cangrejos, mientras él permanecía impasible y ajeno al bullicio
de agosto, con su espíritu tan lejos de aquella playa como cercano a sus íntimas
travesías surcando los mares. Del mar salían recuerdos que lo vestían con
caracolas escondidas en su barba rizada, con ostras que bordaban de perlas su
gorra azul marino, con sirenas que abrazaban su espalda y calamares gigantes
que lo rodeaban con sus tentáculos. Del hombre salía el deseo de tener al mar
siempre cerca, de no perderlo nunca. Porque si se perdía aquel hombre no se
perdería el mar, pero si se acababa el mar, se acababa el hombre. Por eso no se
movía. Por eso quería ser una estatua. Por eso cuando me fui a comer y volví al
atardecer, allí seguía. Por eso la luna lo bañó con su luz de plata.
Por eso al día
siguiente, ya no estaba allí. El mar lo había engullido, lo había hecho suyo y
hablaba con su gorra de marino, con sus ojos azules y soñadores llenos de
gaviotas, con su barba plateada flotando en la espuma de las olas.
4 comentarios:
Precioso cuento, Puri. Es muy visual, me ha parecido estar allí, al lado del viejo marino, he visto sus tatuajes y la manera de mirar al mar allí apoyado sobre su bastón. Me ha gustado mucho.
Besitos
Elysa, gracias, vi a este personaje en la playa y me pareció un viejo lobo de mar que merecía una historia que contar. Necesitaba describirlo tal como lo vi.
Bonita historia Puri, he visto cómo el mar lo hacía suyo, y cómo él decidía quedarse.
Gracias. Un abrazo
Gracias José Luis, el mar atrae y se traga a sus personajes. Abrzzos
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