A veces veo una gabardina colgada de una percha y encuentro en ella la forma del cuerpo y los gestos de su dueño, en cada pliegue, en el hueco que deja en las mangas, en los costados que caen arropando un vacío. Como si la gabardina estuviera poseída por el espíritu del que la lleva habitualmente, como si fuera a echar a andar hacia mí. Reconozco en la gabardina a la persona porque una gabardina usada se impregna de la personalidad de su dueño, no es una gabardina cualquiera, sino la gabardina de Alberto; no, ya no es una gabardina, es Alberto mirándome con ojos transparentes. Y al pasar junto a ella, alza el brazo invisible y me saluda levantándose el sombrero y yo le sonrío y le devuelvo el saludo a mi vez con una inclinación de cabeza. Las mujeres debemos ser educadas con las gabardinas colgadas, con los hombres invisibles que nos saludan como nunca antes nos habían saludado, esos hombres más corteses, más tiernos y cercanos que el auténtico cuerpo de su dueño, que se desparrama en la silla de la oficina sin dirigirnos una mirada.
3 comentarios:
Estoy de acuerdo, esos hombres...
Si es que la imaginación cambia tanto las cosas. Un abrazo ;)
Si, MA esos hombres que no se enteran de nada...
Su, es verdad, la imaginación saca un donjuán de una gabardina...
Besos a las dos
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