viernes, 4 de diciembre de 2009

Después de la siesta


La habitación en penumbra. Restos del café de después de comer sobre la mesa. Una taza manchada de café, la cafetera, un plato con migajas de una tarta. El periódico abierto sobre la mesa. Aún huele a café.

La persiana está medio bajada y la luz se cuela por los agujeros. Hace calor. Me acerco a la mesa, queda un poco de café en la cafetera.

Me sirvo una taza y me siento. Le pongo azúcar. El café está frío. Leo el periódico por la página abierta. Me siento como si estuviera suplantando a alguien: bebo su café, leo su periódico, me siento en su silla. Pero en realidad ese al que suplanto soy yo mismo, aunque me parezca otro. Qué distintos somos después de la siesta, como si el sueño después de comer se hubiera llevado parte de nosotros mismos. Saboreo el café y me pregunto qué parte de mí me falta hoy. Sin darme tiempo a responderme, el café me devuelve lo que había perdido, siento mi cuerpo y mis brazos y mis manos y hasta mis ojos, que aunque no ven mi rostro, me reconocen por dentro. Me da un poco de asco, soy el de siempre, sin embargo por otro lado me reconforta. No reconocerse después de la siesta es peligroso. Da miedo volverse otro, sentirse diferente, tan diferente que ni uno mismo se reconozca, eso es volverse loco, pensar que uno es Napoleón o un poeta famoso y creérselo sin ningun esfuerzo. Pero no, no soy Napoleón ni Machado, mi nombre es Alberto Pérez y con ese nombre salvo la distancia entre la mesa y la ventana, subo la persiana y miro afuera, a la calle donde he vivido desde hace más de diez años y sé que allí está el kiosko de la prensa de Elvira y el bar de Manolo y las aceras grises con su semáforo en la esquina y sendas fila de coches aparcados a ambos lados. No hay un ejército esperándome al otro lado, ni una escuela de pueblo, ni tardes llenas de poesía. Solo edificios grises y callados, con gente que como yo acaba de despertar de la siesta. Y eso quiere decir que es domingo, porque solo los domingos puedo dormir la siesta y si ya reconozco el lugar e incluso el tiempo, se acabó la locura y me siento un poco triste, triste por no poder ser otro, por estar condenado para siempre a ser yo mismo.

1 comentario:

Elena dijo...

bonito minicuento! :)