Pasó una semana, y la sirena seguía en casa de los chicos. No habían podido decirlo a sus amigos del cole, porque papá no quería que la sirena se convirtiera en una atracción de circo y por lo tanto nadie debía saber que la tenían en casa. La sirena debía ser su secreto. Por un lado, eso del secreto estaba bien, pero por otro lado, no poder fanfarronear delante de los otros chicos diciendo que tenías una sirena era una tortura…
De todos modos, un día a Pablo se le escapó en clase lo de la sirena, pero todos los niños se rieron, y por supuesto la maestra también, así que la historia acabó como una broma. No es tan fácil hacer creer a alguien que tienes una sirena, si no puedes enseñarla. La gente es como Santo Tomás, si no lo veo, no lo creo.
El gran problema era su alimentación. Al principio le pusieron pescaditos fritos, pero no tuvieron ningún éxito; los peces crudos le hacían llorar, porque estaban muertos y con los peces vivitos y coleando le gustaba jugar, pero no se los comía. Vegetariana tampoco era, las algas ni las había tocado y cuando le pusieron lechuga y fruta, las tocaba extrañada – no debía de haber visto ninguna antes -, y aunque los niños se comían las frutas delante de ella para animarla, nunca las probó. Así que papá estaba bastante preocupado porque no comía, y cada vez la veía más delgada, consumida.
También la consumía la añoranza del mar, estaba seguro. Todas las mañanas, los niños se iban al colegio y él a trabajar, así que la sirena se pasaba buena parte del día sola en la bañera, y eso evidentemente la ponía aún más triste y papá sufría cuando la encontraba escuchando la caracola de mar, su único consuelo.
A veces papá pensaba que si quitaran el tapón de la bañera, la sirena se escaparía por el desagüe, de tantas ganas como debía tener de estar libre. Quería devolverla al mar, pero pensar en sacarla a la calle le daba miedo, si alguien los veía llevando una sirena, todos querrían hacerse con ella y lo más probable es que acabara encerrada en el acuario del puerto.
Los chicos se bañaban por la tarde con ella. Pero la sirena se quedaba siempre en un rincón, por más que ellos intentaran que participara en sus juegos, nunca lo hacía. Le gustaba verlos, sí, sus ojos brillaban, como si recordara cuando ella jugaba con sus amigos en el mar. Al menos eso pensaba papá, cuando la veía.
Los chicos no podían bañarse con jabón, porque claro, no sabían como le sentaría el jabón a la sirena.
Al final de la semana papá dijo que ya era hora de que se bañaran como es debido, con gel, que luego ya le cambiarían el agua a la sirena.
Los chicos protestaron, porque costaba muchos viajes a la playa llenar la bañera de agua de mar; pero papá insistió, dijo que el agua tenía que cambiarse de vez en cuando y que ellos tenían que bañarse con jabón y que la idea de tener una sirena en la bañera había sido suya, no de él…
Los chicos volvieron a protestar pero entonces papá dijo muy enfadado:
- Además, ya es hora de que la sirena vuelva al mar, ¿no os parece? No podemos tenerla aquí más tiempo, así no puede vivir. Esta noche, cuando todos en el pueblo estén dormidos, la llevaré a la playa y la soltaré en el mar.
Los chicos miraron a su padre, no esperaban que se lo soltara así, tan de sopetón, pero en realidad sabían que papá tenía razón, no había más que mirar a los ojos de la sirena para comprenderlo, así que se desnudaron sin rechistar para darse el último baño con la sirena.
Los chicos se enjabonaron con el gel, les gustaba hacer mucha espuma. La sirena miraba el jabón, y lo tocaba, le recordaba la espuma de mar. Aspiraba su perfume y parecía gustarle. Papá frotó a los chicos con la esponja y Ana le pidió:
- ¡Papá, haznos pompas de jabón! Vamos a darle una buena despedida a la sirena.
Fue así como papá comenzó a hacer pompas, soplando el jabón en su mano con suavidad.
Pompas y más pompas flotaban por todo el baño. La sirena las miraba encandilada, nunca había visto algo tan hermoso. Transparentes y flotantes, delicadas… Trataba de cogerlas con la mano y ¡plof!, explotaban, tocándolas con el dedito también ¡plof! Pero ahí estaba papá haciendo más pompas para sus hijos, para la sirena. Fue la primera vez que vieron a la sirena sonreír.
- ¡Haz más pompas, papá! – decía con alegría Pablo, que por fin veía a la sirena feliz.
- Yo sé lo que le va a gustar a la sirena de verdad – dijo papá.
Papá hizo entonces unas pompas de jabón cada vez más grandes. Los chicos y la sirena reían encantados. Cuando dominó la técnica de las pompas gigantes acercó su puño al rostro de la sirena y le dijo:
- Ésta es para ti.
Sopló a través del hueco de su puño y la burbuja de jabón se hinchó con la sirena dentro. La pompa gigante flotó sobre la bañera con su pasajera, ante los ojos impresionados de sus hijos. Papá sopló para impulsarla, abrió la ventana y la enorme pompa de jabón salió volando por ella.
- Soplad, chicos, soplad, que esta pompa ha de llegar al mar.
Los tres soplaron con fuerza y la pompa voló hacia el mar. Era una noche preciosa, con estrellas. Hacía una suave brisa que ayudó a la burbuja a viajar. La pompa de jabón brillaba con sus reflejos irisados, y también lo hacían los ojos ilusionados de la sirena y su cola plateada, pues cada vez estaba más cerca del mar. Ya oía las olas rompiendo en la playa (mucho mejor que en la caracola de la bañera).
La pompa llegó sobre el mar. Los chicos vieron como la sirena la explotó de un coletazo. Y se zambulló de cabeza en el agua. ¡Qué bien nadaba, saltando sobre la espuma de las olas!
Los chicos aplaudieron contentos:
- ¡Lo ha conseguido!
Papá sintió que su corazón brillaba también. Le lanzó un beso con la mano a la sirena. Abrazó a sus hijos y les dijo:
- Nadie debe vivir encerrado, ni siquiera por amor. Y las sirenas donde deben estar es en el mar.