He estado en Galicia, la tierra de las brujas y he encontrado brujas que se ríen y bailan en tiendas de recuerdos para turistas.
Pero las brujas de verdad estaban escondidas y si preguntabas por ellas se hacía el silencio, como si nadie quisiera atraer el mal de ojo.
En la bruma que ascendía de los montes cabalgaba el espíritu de las brujas, también podías olerlas en el penetrante aroma de los bosques de eucaliptos y encontrabas su rastro en las piedras de los castros, donde los druidas cocían sus pócimas.
Eran ellas las que ocultaban los carteles indicativos para que no pudiéramos llegar al dolmen de Axietos, o las que aturdían nuestro entendimiento con un vaso generoso de crema de orujo, dulce y suave, que nos hacía reír como niños.
Eran ellas las que nos enrrollaban en las enormes olas del oceáno, su espuma convertida en largas cabelleras canosas enredándose en nuestro cuerpo.
En los pazos olvidados, semiderruidos, con la hiedra y la maleza creciendo entre las juntas de las piedras dormidas, las brujas susurraban historias de fantasmas y aparecidos.
Y en los faros de la Costa de la Muerte, las rocas hablaban de esas brujas que con sus ungüentos curaban a los náufragos y los hacían soñar con barcos que nunca naufragaban. Y que como Circe, se enamoraban de esos marineros y no querían dejarlos marchar.
La foto del hórreo es de Pedro Rovira, y la que salgo yo también, claro
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