Los versos salían de su abrigo, como flores que brotaban de los ojales, de los botones, de los bolsillos, de las mangas, del cinturón, del dobladillo descosido... Podían estar escritos en servilletas de papel de bar, en pedazos rasgados de folio blanco, en los bordes de un recorte de periódico, en el reverso de un billete de autobús, en cuartillas cuadriculadas con el dentado de haber sido arrancadas de un cuaderno. Todos prendidos con imperdibles para que no se los arrebatara el viento.
Pasear con un abrigo rebosante de versos era como llevar un libro abierto sobre la cabeza, pero en formato de collage caminante; la gente lo miraba con desconfianza y se apartaban, si de normal no se acercaban a la poesía en los libros, todavía evitaban más esa poesía andante, mostrada impúdicamente por la calle como un atuendo personal y para más inri, con la intención de hacer creer al viandante que la poesía era algo tan cotidiano como un abrigo. ¿Qué tiene de cotidiano una poesía? ¿Acaso alguien desayuna untando versos en el café con leche? ¿O se pone unos versos de bufanda? El portador del abrigo era un excéntrico, solo quería llamar la atención. Pero la gente no se apartaba por eso, como se aparta de un punk o de un loco estrafalario. El motivo de su rechazo era la obscenidad de esa figura. Porque a pesar de llevar un abrigo grueso de invierno, aquel joven parecía ir desnudo. Desnudo, mostrando sus sentimientos a todo el mundo, en cada pedazo de papel que colgaba de su abrigo. Porque no tenía vergüenza o porque la tenía y trataba de desprenderse de ella exhibiéndola al público.
Al verlo, Alicia se detuvo a mirarlo admirada. Y al mismo tiempo se sintió frágil, tímida y sin empuje y se despreció un poco más. Sí. Porque ella era incapaz de mostrarse, de abrirse de ese modo. Porque guardaba sus versos para sí misma, no se atrevía a enseñarlos a nadie. Porque decían mucho de ella y otras veces no de ella, sino de la que quisiera ser. Porque sus versos eran hermosos, pero la traicionaban al revelar sus pensamientos, siempre escondidos. Porque quizá quien los leyera se sonreiría y diría, bah, cosas de críos. Sin calidad literaria. Malos de narices.
Entonces una idea pasó por su cabeza y se dijo: basta ya. Arrancó la última página de su cuaderno, donde estaba el verso que había escrito la noche pasada, lo firmó con su nombre y apellidos y mientras el joven esperaba de espaldas a ella que el semáforo le diese paso, se lo colgó del cinturón del abrigo, doblando el papel. El joven se dio cuenta y se volvió hacia ella, tomó la cuartilla, la leyó, no la criticó, no se sonrió. Se limitó a sacar un imperdible de su bolsillo y a atravesar con él la cuartilla y su abrigo, para prenderlo de su manga sin que hubiera posibilidad de extravío. El abrigo se convirtió entonces en la primera revista de poesía andante, con versos del propio editor y de principiantes. Y cuando su dueño colgó la revista en el perchero del café de la esquina un curioso dijo: “Mira, un abrigo con papeles escritos”, y se acercó a leerla. Ese curioso leyó un papelito y después otro y otro y no pudo dejar de leer y entusiasmado llamó a sus amigos: “¡Venid a ver esto, es buenísimo!” Alguien dijo, “Buf, poesía, nunca la he entendido”. Pero otros también leyeron y descubrieron el mundo de las palabras prendidas en los abrigos. Sonrieron. Pensaron. Sintieron. Leyeron en voz alta esta y aquella frase, mientras saboreaban un café. Hubo más curiosos aquella tarde. El camarero hasta acabó haciéndole propaganda a la revista: “Hay un abrigo lleno de versos ahí, colgado en la percha... Échale un vistazo, no sé qué tío raro se lo ha dejado, pero a la gente le gusta”.
Lástima que solo haya unos pocos curiosos que se acerquen a las revistas de poesía, ya sea en formato de abrigo o de papel, porque aquella chica se sintió dichosa de publicar un verso por primera vez y también orgullosa de que otras personas pudieran leerlo. El dueño del abrigo no ganó ni un céntimo con su edición, pero aquella noche durmió feliz, con esa placidez de sentir que uno ha hecho lo que deseaba hacer y no lo que dicen las buenas costumbres. Algunos curiosos aprovecharon aquella noche las hermosas palabras que habían leído para enamorar un poco más a sus novias. Otros simplemente recordaron una frase del abrigo antes de cerrar los ojos y tardaron en dormirse un rato más, pues las palabras se enredaron con las neuronas de su cerebro y de ahí nació un pensamiento, que a su vez engendró otro, y otro y otro... Quizá hagan falta más abrigos con versos, más lectores que se atrevan a acercarse a algo tan extraño como un abrigo lleno de versos y más escritores sin pudor. Quizá.