domingo, 24 de octubre de 2010

Las rosquillas del abuelo


Me gustaba que mi abuelo fumara, porque en cuanto daba un par de caladas al cigarrillo, me llamaba:

- ¡Mira, Juan, mira cómo hago roscos!

Yo dejaba cualquier cosa que estuviera haciendo y me acercaba a contemplar cómo ponía sus labios igual que un pez y, cerrando los ojos, hacía volar aquellas rosquillas ovaladas, que salían una tras otra de su boca, al ritmo del abrir y cerrar de sus labios. Me quedaba embobado mientras se agrandaban y estiraban hacia el techo, hasta que se deshacían en el aire; a veces, trataba de insertar mi dedo en ellas y así se desvanecían antes, pero nunca lograba atrapar una de esas rosquillas, evanescentes y delicadas, que bailaban ondulantes ante mis ojos.

Yo le decía que aquello era como las señales de humo de los indios y entonces él me hacía sentar en sus rodillas y me decía:

- Esta es mi pipa de la paz, soy el gran jefe "Aguila Blanca". ¿Sabes como llamaban los indios a la pipa de la paz?

Aunque sí lo sabía, yo negaba con la cabeza solo para oírle decir:

- Calumet, se llama calumet.

Para mí, calumet era como una palabra mágica: cuando decía calumet, el abuelo comenzaba a hacer rosquillas de nuevo, rosquillas de paz… Hasta el humo del cigarrillo olía dulce con la palabra calumet.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Me encanta esta historia... por un momento podría pensar en mi propio abuelo, gracias por compartirlo!

puri.menaya dijo...

Gracias Alejandra, de los abuelos siempre tenemos un recuerdo muy especial