Me gustaba que mi abuelo fumara, porque en cuanto daba un par de caladas al cigarrillo, me llamaba:
- ¡Mira, Juan, mira cómo hago roscos!
Yo dejaba cualquier cosa que estuviera haciendo y me acercaba a contemplar cómo ponía sus labios igual que un pez y, cerrando los ojos, hacía volar aquellas rosquillas ovaladas, que salían una tras otra de su boca, al ritmo del abrir y cerrar de sus labios. Me quedaba embobado mientras se agrandaban y estiraban hacia el techo, hasta que se deshacían en el aire; a veces, trataba de insertar mi dedo en ellas y así se desvanecían antes, pero nunca lograba atrapar una de esas rosquillas, evanescentes y delicadas, que bailaban ondulantes ante mis ojos.
Yo le decía que aquello era como las señales de humo de los indios y entonces él me hacía sentar en sus rodillas y me decía:
- Esta es mi pipa de la paz, soy el gran jefe "Aguila Blanca". ¿Sabes como llamaban los indios a la pipa de la paz?
Aunque sí lo sabía, yo negaba con la cabeza solo para oírle decir:
- Calumet, se llama calumet.
Para mí, calumet era como una palabra mágica: cuando decía calumet, el abuelo comenzaba a hacer rosquillas de nuevo, rosquillas de paz… Hasta el humo del cigarrillo olía dulce con la palabra calumet.
2 comentarios:
Me encanta esta historia... por un momento podría pensar en mi propio abuelo, gracias por compartirlo!
Gracias Alejandra, de los abuelos siempre tenemos un recuerdo muy especial
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