Imagen de Erik Johansson, Dreamwalking |
Con el tiempo, mi mujer se ha ido acostumbrando a mi sonambulismo, la
convivencia convierte nuestros actos más extraños en aburridas rutinas y ahora,
cuando salgo de la cama, sigue durmiendo. Desde hace algunas noches, he
ampliado el alcance de mis rondas: cojo las llaves, abro la puerta, cruzo el jardín
y entro en la casa vecina. La casa es exactamente igual a la nuestra, pero
igual tanto por fuera como por dentro. En el recibidor, tiene el mismo zapatero
de madera de cerezo, el televisor Samsung, el sillón orejero y el tresillo de
piel del salón son idénticos a los nuestros; la misma reproducción de Picasso
en la pared del pasillo, el despacho, con el ordenador y los folios de la
novela ordenados en el lado izquierdo, donde yo siempre los dejo, la cocina de
muebles blancos y los paños de cocina con gallinas rojas: no hay ni un mínimo
detalle diferente. En el dormitorio, donde reconozco el cabecero de forja y las
mesillas gemelas con unas tulipas que difuminan esa luz cálida que tanto le
agrada a María, encuentro acostados a una pareja; están dormidos, ella es muy hermosa.
Cuando entro, el hombre se levanta y pasa a mi lado sin despertarse. Yo ocupo
su lado de la cama junto a la mujer dormida y me acerco a ella, huele a flor de
azahar. El hombre cruza el pasillo, deja atrás el cuadro de Picasso, entra en
el despacho y lo oigo teclear en el ordenador, la impresora escupe unos cuantos
folios; enciende el televisor pero le aburre enseguida y vuelve a apagarlo.
Camina hasta el recibidor, saca unos zapatos del zapatero, se los calza, sale
por la puerta, recorre el jardín y entra en nuestra casa, cuya puerta yo he
dejado abierta. Entonces la mujer se despierta, me abraza y hacemos el amor
entre sábanas de naranjo.
Me despierto sin saber cómo he vuelto a mi casa de este lado, a mi cama,
junto a mi mujer de siempre. No me atrevo a preguntarle a mi esposa, tampoco quiero
saber. Me levanto y miro por la ventana la casa de enfrente: las persianas
bajadas, el coche aparcado delante de la verja, el césped siempre bien cuidado
y un vacío inmenso, en el jardín y en mis manos: echo de menos su piel de
pétalo. Nunca he visto a nuestros vecinos de día. Durante el desayuno, he
tratado de averiguar algo sobre ellos, pero mi mujer ha contestado que apenas
los conoce, y enseguida ha cambiado de tema. Termino el café en la mesa de mi
despacho, donde encuentro, a la izquierda del teclado y como cada mañana, el
nuevo capítulo impreso de la novela. Y yo no soy escritor.
* * *
Escrito para la propuesta de Ana Vidal en los viernes creativos de el bic naranja., relato inspirado en la fotografía de Erik Johansson
4 comentarios:
Hermoso e inquietante.
me gusta haber llegado y encontrarte me gustan tus letras
Gracias Miguel Ángel, un relato que nos deja pensando, pensando
Gracias RECOMENZAR, espero volver a verte por aquí. Te recibimos con una taza de chocolate y un cuento.
Publicar un comentario