miércoles, 24 de agosto de 2016

Inventar una palabra

Foto de Pedro Rovira Tolosana


Y de repente invento una palabra nueva
y la repito,
y suena tan bien,
que la vuelvo a repetir una y otra vez,
en susurros,
y cantando
y la silabeo con deleite
y la mezo en suave letanía,
como los niños en la escuela recitando los ríos de Europa.

Qué delicia paladear nuevas palabras, por el mero placer de escucharlas; se apoderan de las volutas de mi cerebro: unas retumban grandiosas, orondas como elefantes; otras suenan chiquitas, ronroneantes, enrolladas sobre sí mismas.

Luego caigo en la cuenta de que debería ponerle un significado a esa palabra,
coserle conceptos o acciones o cualidades que la conviertan en una palabra auténtica,
pero me niego a hacerlo, porque perdería su perfume de recién nacida,
—de qué llenarla, de arena, de espuma, de infierno—,
y porque a veces las palabras, como los amantes,
son más hermosas desnudas y vacías, se convierten en puro deseo, y así, tan completas en su sonoridad infinita, no necesitan nada más para abrazarlas.


Sí, solo quiero besar esa palabra, jugar con ella, palpar la vibración que extiende en el aire de esta noche de verano, dejarla volar hasta las estrellas; desde allí ella misma me gritará otra vez su nombre y me devolverá el soplo ingrávido de la creación libre y sin sentido.