sábado, 7 de septiembre de 2013

Filtro de amor



Sentado en las escaleras de la iglesia, rasgueaba mi laúd en busca de una canción que ofrecerle aquella noche a mi dama. El bullicio del mercado estorbaba mi tarea: envuelto por los placeres mundanos, ni la melodía, ni las palabras alcanzaban a expresar la pureza del amor por mi dulce Genevieve. Me extasiaba en el recuerdo de su pálido tobillo y el olor del cuero me arreaba una patada en las narices; si pensaba en el perfume de rosas de sus manos, me alcanzaba el penetrante aroma de los quesos bien curados; y su voz de pajarillo era enmudecida por el jolgorio de los borrachos empapados de aguamiel. Solo las marmitas de cobre del cacharrero me evocaron el fulgor de su cabello pelirrojo, pero aquella no era precisamente una metáfora digna de ser cantada a la dueña de mi corazón.
La vieja del puesto cercano, con su ojo derecho peleándose por mirar entre las verrugas, me espetó con voz de graja:
— Joven trovador, menos canciones y más pociones, necesitas para tu amor.
Me acerqué con curiosidad a su puesto, donde el aroma de la lavanda se mezclaba con las hojas de hepática y las hierbas para los retortijones y sobre un tapete de terciopelo ajado descubrí unos frasquitos del tamaño de mi dedo meñique con el dibujo de un corazón.
—¿A cuánto el filtro de amor?
—Para ti, tres reales.
—No tengo tres reales, ¿no prefieres una canción?
—¿Y qué hago yo con una canción, camelar a un mancebo? –gruñó ella.
Mientras la vieja preparaba un saquito de hierbas para un escudero escuálido, aproveché su descuido, y, sin dejar de tocar mi laúd, estiré mis dedos y me hice con un frasquito. De allí me alejé, tocando y cantando y en la esquina eché a correr. Atrás quedaron los gritos de la bruja: ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!
En el rincón oscuro de un establo, saqué el frasco: en su interior brillaba un líquido azul que se agitaba en círculos lentos, sosegados. El movimiento me atrapó, no podía apartar mi mirada de aquel azul. Flotando en él aparecieron los ojos de Genevieve. A la luz de esos ojos comencé a tocar el laúd; mis dedos se movían solos y el susurro de una canción escapó sin conciencia de mi boca.

Esa noche, el beso de mi laúd se enredó en la boca de ambrosía de Genevieve, a los pies de su balcón.

2 comentarios:

Pablo Garcinuño dijo...

Qué bien sonaría este micro en las ondas... :_( Me gusta, Puri. Un abrazo!

puri.menaya dijo...

Otra vez será, Pablo, abrazotes.