sábado, 11 de octubre de 2008

Algodón de azúcar


(Pinchar en el dibujo para ampliar)

A mi madre le gustaba llevarnos a la feria al atardecer. Las atracciones encendían entonces sus luces de mil colores. La noria gigante se reía en cada vuelta, pero iba tan deprisa que solo de verla me mareaba. Me monté en el tren de la bruja y me dieron dos escobazos, pero al final conseguí quitarle un globo al payaso. No me atreví a montarme en la montaña rusa, mi hermano sí que lo hizo y me estuvo llamando gallina toda la tarde. Olía a churros, a manzanas de caramelo, a chocolate. Por fin encontré lo que estaba buscando: algodón de azúcar. Churros podías comer en cualquier cafetería pero algodón solo una vez al año, en las ferias. Tiré de la manga de mi madre: ¡Mami, mami, quiero algodón, porfa…!


Mamá me compró el algodón de azúcar. Me quedaba embobado viendo como lo hacían: los hilos de algodón giraban vertiginosamente para enrollarse en el palito y en un momento crecía y crecía como por arte de magia, hasta convertirse en una bola grande y hermosa. Con el algodón en la mano creía estar paseando una nube rosada enroscada en un palito de madera. Mi mano arrancaba pedazos de algodón que se deshacían instantáneamente en mi boca. Acerqué los labios a él, lo lamí con la lengua, era como comer una nada dulce y etérea. La mano pegajosa, la cara llena de azúcar invisible, una mano que se pega a la otra, azúcar por todos lados… Mamá también cogió un pedazo de algodón y se lo comió, le traía recuerdos de su infancia. Dulce pringoso en mis manos, en mi jersey, en el chaquetón de mi madre, estaba tan rico… Y duraba tan poco como lo que tardaba en enrollarse al palito. En un abrir y cerrar de ojos, aquella enorme bola había desaparecido. Y solo quedaba un resto dulce en la boca, y un gran resto pegajoso en mis manos que se pegaban a todo lo que tocaba, al palo de madera, al boleto de la tómbola que era imposible de despegar, al jersey de mi hermano, que gritaba asqueado… Le di la mano a mi madre y pegados por el algodón de azúcar, recorrimos juntos la feria, madre e hijo, inseparables. Gracias a la pegajosidad del algodón, nunca me perdí en aquellas mareas de gente de la feria, que se tragaban a los niños despistados.

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