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viernes, 18 de septiembre de 2020

El sabor de los cigarrillos en la playa

 


La pareja desembarcaba todas las mañanas sobre las diez en la playa, él clavaba el sombrillón en primera línea de mar, extendía la mesa de camping y a cada lado ambos desplegaban sus hamacas con las toallas de rayas. Ángeles vestía la mesa con un mantel, que sujetaba con unas pinzas en los bordes, por eso del viento traidor. Se quitaba su vestido playero y desparramaba sus carnes envueltas en un bañador negro, rancio y sin adornos (todos los adornos o engordaban o señalaban sin compasión los michelines), carnes que se sentían privilegiadas por poder descansar perezosamente en la discreta comodidad de la hamaca, después de un año de fatigas limpiando porquería en casas ajenas. Sus gordezuelos dedos de los pies jugueteaban con la arena, mientras leía la prensa con interés, creyéndose cada palabra impresa; había adquirido la costumbre de su padre, era lo primero que hacía el hombre todos los días, salvo que él comenzaba por las esquelas, mientras que ella prefería entrar con el chiste de Forges para pasar después a los temas de actualidad. Su marido ejercitaba su intelecto con una revista de crucigramas, que apoyaba en la mesita mientras escuchaba la radio en un transistor rojo. De vez en cuando se echaba un cigarrillo y entonces Ángeles sacaba del capazo el cenicero de cristal y lo colocaba sobre la mesa; en alguna ocasión ella también le acompañaba con un pitillo. Los cigarrillos en la playa saben de otro modo, le dijo aquella mañana Ángeles a Rafael, y él se la quedo mirando con una cara que era toda en sí un signo de interrogación, con el punto enorme en mitad de la boca, como si aquella mujer suya estuviera diciendo una de sus tonterías y le contestó que él ya tenía bastante con que no le rechinaran los dientes con la arena, por lo que ella desistió de explicarle que el cigarrillo en la playa no es que supiera a mar, sino que parecía como si el humo fuese menos humo, pero que le llevase, no sé, como de viaje, pero de viaje por el mar, en un barco, en uno de esos cruceros que ahora estaban tan de moda. Pensó eso y luego que su hija sí que se iría de crucero, la muy jodida, con ese novio que no le llegaba ni a la tapa del tacón, gracias a lo que ahorraba viviendo en casa de sus padres en vez de buscarse su pisito, pero no dijo nada, y en estas, Rafael, por como caía ya la sombra de la sombrilla, se dio cuenta de que era hora de comer, y la sacó de sus pensamientos: Bueno, Ángeles, ¿qué tenemos hoy de menú? Cosa rica, dijo ella, pero primero el aperitivo, claro. Sacó de la nevera de camping una lata de mejillones, abrió una lata de cerveza y la repartió en los vasos de plástico, azul para él, rojo para ella, y puso los tenedores de usar y tirar. Hasta el vermú sabía mejor mirando al mar, pensó Ángeles, pero esta vez, como tantas otras, no dijo nada, pensar es libre y por la boca muere el pez, se dijo con una sonrisa, mientras saboreaba un mejillón. ¿De qué te ríes, tonta?, le preguntó él con ese tonillo cariñoso, ese que siempre sabía poner para camelarla. De ti, que cada día estás echando más barriga, menos mal que te raciono la cerveza. Y él frunció el ceño y torció el morro, pero Ángeles lo arregló con una de sus carcajadas: Ale, que es broma, va, ¡un chin-chin! Chocaron los vasos que hicieron toc-toc en vez de chin-chin, y tras dar cuenta de los mejillones, Ángeles preparó unas claras con más cerveza y gaseosa, sacó del tuper la ensaladilla rusa, con sus pepinillos, atún y huevo duro, todo bien picadito —qué mano tienes para la ensaladilla, cariño— dijo Rafa, y; cuando se comió las pechugas empanadas con las patatas fritas de bolsa, volvió a decir: hasta las pechugas están de rechupete. Y es que a los hombres se los conquista por el estómago, ya lo decía mi madre, pensó Ángeles, y este mío es más simple que un chupa-chups. Pero por lo menos te echa un cumplido, lo que es de agradecer, que otros se lo comen todo de un bocao y como si nada.

Después de la comida, un café del termo, que estaba como recién hecho, pero Ángeles prefirió tomárselo con hielo, que para eso había metido unos cubitos en la nevera. Y otro cigarrillo, que el de después de comer es sagrado y si el de antes la había llevado de crucero, este la pondría en un hotel de Bali, por lo menos. Rafael le dijo si quería dar un paseito para bajar la comida y ella dijo que con ese calor adónde iban a ir, que no, que se estaba muy bien bajo la sombrilla. Rafa salió con su gorra hasta la orilla, se mojó los pies, poco, que le sabía fría el agua, y caminó unos veinte metros hacia la derecha, pero allí ya se arrepintió y volvió a la sombra, que para algo tenían sombrilla, y la más grande de todo Peñíscola. Tienes razón, lo mejor ahora es un buen siestón, y se tumbó sobre la hamaca otra vez. Lo único que echo de menos en la playa es la telenovela después de comer, dijo Ángeles contemplando las rayas azules y naranjas de la sombrilla. Ay, sí, que yo vería el tour ahora también, menos mal que tengo la radio, dijo encendiéndola y ella pensó, vaya por dios, ya se lo he recordado, a soportar ese coñazo otra vez, claro que por lo menos así no discutimos como en casa por el mando a distancia, que ella siempre aprovechaba para cambiar de canal cuando él se dormía, pero Rafa tenía como antenas en las orejas y protestaba diciendo que no dormía. Pensó que luego, por la tarde, les tocaría jugar la partida, que sacaría el tapete verde y la baraja, que ella cortaría el mazo y Rafa repartiría. Que aunque hacía viento, ella había ideado un sistema infalible para que las cartas no salieran volando: les había pegado una a una un cuadradito de imán por el reverso y el tapete forraba una lámina fina de hierro. Que le dejaría hacer trampas, como siempre, las suficientes para que ella, de todos modos, terminara ganando. Ángeles suspiró, agotada solo de pensarlo. Miró entonces por la ventana de su salón de playa y vio el mar, y la espuma blanca, encendió otro cigarrillo, cerró los ojos y se sintió mecer por las olas, en ese crucero, donde por la noche cenarían en la mesa del capitán.

 #RETOCAZADEPERSONAJE